Todas las aguas
Escribí un cuento sobre una fuente que estaba en el patio de recreo de un colegio y unas niñas que cuidaban una rosa improvisada con el agua de esa fuente. En los colegios, la fuente es el lugar de encuentro, el paraíso de la conversación, el juego más inocente y más entusiasta. Los niños se acercan sudorosos a beber después de la gimnasia y antes de las clases. Y en los recreos la fuente está siempre rodeada de rostros ávidos, de manos inquietas. Cuando pensé en escribir un cuento sobre el agua no tuve duda de eso: la fuente de los recreos es el agua más deseada de todas.
Podría mirar el agua todos los días de mi vida. El agua de un río, con su discurrir plácido o aventurero. El agua del mar, cambiando de color a cada hora. El agua de un torrente, con su pizca de asombro. El agua del grifo, que te riega las manos y te salpica la ropa. El agua es la naturaleza casi en su totalidad y, si no está cerca, se cierne sobre todo un quejumbroso silencio, porque falta el runrún que ella produce y que llega a convertirse en un compañero inapreciable. Viví cerca del mar durante años y luego busqué un río donde mirarme. Un pequeño mar que en el mar desemboca.
A veces cruzo los puentes de esta ciudad de ahora y miro el transcurrir de las aguas en sus orillas y me parece que no soy extranjera, que el agua es la misma en todos los lugares y que esta de aquí se ha unido, en ocasiones, con la verde-azul que recuerdo en sueños. El agua dulce y el agua de la mar salada como si tuvieran las dos un mismo vestido que ponerse, una misma ocasión para salir al aire y extender su murmullo. Así quisiera oírte, mar, océano, rumor de olas, mareas, entresijos de los manantiales, golfos y estuarios, cabos y rocas llenas de verdín, esteros, inmaculadas aves, astutos peces que se escapan y puestas de sol ardiente, eclipses de luna sobre la bahía y miradas encendidas que nunca debieron terminar de ser.
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