Mujeres solas


(Enrique Ochoa)

Mi amiga se queja de la rivalidad que otras mujeres le manifiestan. Es una profesional brillante y, en su terreno, ha cosechado algunos éxitos. Nunca ninguna mujer me ofrece ninguna oportunidad de trabajo. Ese es el verdadero problema, dice, la rivalidad que sentimos y demostramos las unas por las otras. Nos ponemos la zancadilla, nos miramos de reojo. Yo misma suelo criticar a las mujeres que, por alguna razón, he considerado rivales. Y eso nos desune. Hay una carga de energía negativa que me cansa. Por el contrario, los hombres no entran en ese juego. Ellos se refuerzan unos a otros. Se apoyan. Y nosotras perdemos demasiado tiempo en odiar a las demás. 

Es una tarde nubosa y con amenaza de lluvia que se aviene muy bien con el café en el que estamos, con poca gente, música inapreciable y una camarera silenciosa. Cada una de nosotras guarda preocupaciones suficientes como para acaparar la conversación, pero las dos hemos aprendido que incluso el silencio tiene significados más allá de las palabras. Y que hay cosas que no es necesario especificar. Así, en lugar de contarnos nuestras vidas, hacemos filosofía, creamos un pensamiento al que cada una llena con su propia vivencia. 


(Kirchner)

Yo creo que hay otro problema mayor, le dije. Y tiene que ver con nosotras mismas, no con las demás. Es el control de nuestras emociones. Mejor dicho, el descontrol. Cualquier vaivén amoroso nos pone sobre ascuas y nos hace dejar de ser lo que somos. Cualquier desengaño nos frena. Cualquier dolor nos detiene. No sabemos lo que queremos si no es a través de un hombre al que amemos. Ese es el verdadero problema, le repetí. Lo otro es un añadido. Quizá una consecuencia. Es el miedo a mirar dentro de nosotras lo que hace que nos volvamos al exterior. Si alguien me considera fea, mi referencia serán las guapas. Y si me consideran torpe, volveré mis ojos a las inteligentes. No entenderé que las opiniones de los demás son solo eso, opiniones, gustos, pensamientos. Pero que no soy yo, ni tienen que ver conmigo en realidad. 

La tarde ha decidido convertirse en tormenta. El cielo se ha vuelto gris, de ese gris oscuro que no tiene rendijas. La lluvia descarga sin piedad. Somos mujeres solas. No llevamos paraguas. Nuestros pies están casi desnudos, las sandalias van a convertirse en fosfatina si pisamos el suelo con este aguacero. La ligera blusa y la gabardina de primavera no serán nada ante el viento del suroeste que empieza a soplar con toda su fuerza. Ambas nos sentimos nerviosas. A ninguna de las dos nos gustan las tormentas. Pero no vamos a escondernos debajo de la cama. Esta vez no. 

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