(Colin Firth, como Max Perkins y Jude Law, como Thomas Wolfe, en una escena de "El editor de libros", película de 2016)
Thomas Wolfe (1900-1938),
Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) y
Ernest Hemingway (1899-1961), tienen algo en común, aparte de ser escritores que coincidieron en el tiempo: los tres fueron descubiertos, animados a escribir y editados por
Maxwell Perkins (1884-1947), el mítico editor de
Scribaer, considerado uno de los más legendarios de todos los tiempos. La película
"Genius", titulada en castellano
"El editor de libros" refleja esta curiosa entente aunque incidiendo, sobre todo, en la relación entre
Wolfe y Perkins. Rara vez nos es dado presenciar un encuentro de personalidades tan rotundas, tan diferentes y que, a la vez, tienen en sí las aristas suficientes como para incitar nuestra curiosidad. Ves la película y entran ganas de profundizar en ellos automáticamente. Algunas cosas pueden descubrirse. Y no todas ellas son agradables. Pero sí interesantes.
(Imagen de Maxwell Perkins, sin su habitual sombrero que, dicen, nunca se quitaba)
Las relaciones entre ellos se establecían dos a dos pero todos convergían en
Perkins. Fitzgerald conoció a
Hemingway, por ejemplo, cuando ya era el aclamado autor de
El gran Gatsby, aunque mantuvieron siempre entre ellos unas extrañas relaciones de vasallaje. A juicio de los críticos que los han estudiado a fondo, a
Scott le gustaba sufrir y a
Ernest fastidiar lo más posible. La aparente masculinidad del autor de
Por quien doblan las campanas fascinaba a
Fitzgerald, lo mismo que su rosario de amantes y mujeres. Sin embargo,
Hemingway le criticaba que soportara tanto tiempo a
Zelda, su mujer, que tenía problemas mentales. Ambos pertenecían a buenas familias y habían tenido una buena educación.
(Nicole Kidman es en "El editor de libros", Aline Bernstein, veinte años mayor que Wolfe, su mecenas y la mujer que, según ella, le quiso hasta que él la dejó a un lado porque ya no podía seguir usándola)
Más humilde de extracción social era
Thomas Wolfe, que parecía estar en un plano inferior con respecto a ellos, porque era más dubitativo, tenía ciertos complejos y necesitaba encontrar padres y madres en sus amigos. De ahí, seguramente, su ambigua relación con el propio
Perkins o su dependencia emocional de
Aline Bernstein, veinte años mayor que él, que fue tanto su amante como su consejera.
Wolfe era ciclotímico y tenía variaciones de carácter que le hacían llegar al histrionismo, algo que mucha gente no soportaba. Pero era, sobre todo, como la propia Aline advierte a
Perkins en el transcurso de la película, y no podemos dejar de pensar que era cierto, un vampiro emocional, que necesitaba arrancar todo lo que los otros podían aportarle. Esa clase de personas que nunca son felices y que van dejando cadáveres sentimentales allá por donde van. Utilizan y desechan. Su obra literaria fue podada literalmente por
Perkins para que se pudiera leer y vender porque su megalomanía escritora no alcanzaba nunca a entender qué era la contención narrativa, qué era lo bueno y qué lo malo. Carecía de perspectiva.
(Ernest Hemingway y Francis Scott Fitzgerald, eran dos caracteres opuestos, dos personalidades distintas, cada una de las cuales ansiaba, quizá, algo que el otro poseía)
En este sentido, la formación periodística de
Hemingway le había hecho adquirir la técnica de la escritura corta, concisa y al grano. Decir lo que hay que decir con el menor número de palabras posibles y sin hacerle jueguecitos al lector. Aprendió bien esa lección y la puso en práctica siempre. Quizá el término medio estuvo en
Scott Fitzgerald, menos rotundo que
Hemingway y menos prolijo que
Scott. También más lírico, observador y capaz de emocionar. Probablemente a
Wolfe le interesaba la tierra, a
Hemingway los hechos y a
Fitzgerald las personas.
(Fotografía de Francis Scott Fitzgerald)
De la labor de
Max Perkins quedan recuerdos, relatos y una colección de cartas que se intercambió con algunos escritores. Los cuidaba como si fueran sus hijos y tenía un enorme respeto por ellos. El libro era un santuario para él y poseía, además, ese fino instinto del que sabe encontrar un diamante en medio de un montón de piedras falsas. Ese instinto fue el que le llevó a aceptar el manuscrito (larguísimo) de lo que luego sería
El ángel que nos mira, el primer libro de
Wolfe, al que luego seguiría
Del tiempo y el río.
Wolfe era un escritor epopéyico, épico en cierto modo, que intentaba realizar una proeza literaria: abarcar América en sus palabras. Su temprana muerte, a los 38 años, lo impidió.
(Thomas Wolfe en una imagen cotidiana. Era un hombre muy alto, fuerte y algo desmañado, que no se controlaba a sí mismo)
Perkins era un lector ávido desde pequeño (se crió en torno a
Ivanhoe) y había estudiado en
Harvard. Su formación era, por tanto, muy superior a la de los otros. Tenía un carácter apaciguador y sereno, no le gustaban las broncas y controlaba los diferentes aspectos de su vida. Mantenía una relación cordial con su mujer, también escritora,
Eloise, y amaba a sus cinco hijas, con las que compartía viajes y estancias en el campo. Ello no le impidió establecer unas relaciones epistolares intensas y mantenidas durante veinte años con una elegante e inteligente dama de
Virginia,
Elizabeth Lemmon, a quien conoció en 1922 y con la que tenía una intensa afinidad cómplice. Su equilibrio familiar suplía la locura de tratar con tipos menos consecuentes y con vidas más inestables. El peregrinaje de un lugar a otro de
Hemingway y sus antecedentes familiares no eran un buen presagio. En realidad, en cuatro generaciones su familia sufrió cinco suicidios, algo genético afirman.
(Thomas Wolfe en el Gran Cañón. En búsqueda de la América sobre la que quería escribir)
Por su parte
Wolfe era un hombre atormentado, dependiente, cruel a veces, precisamente porque solo no era capaz de sobrellevar la existencia y necesitaba muletas a las que luego abandonaba cuando pensaba que eran ya inútiles. Y
Fitzgerald soportó la esclavitud de la enfermedad de su mujer,
Zelda, con estoicismo y con resignación. Pero un escritor no puede resignarse y seguramente su propio carácter ya era conducente a estos excesos de retraimiento emocional, por eso
Hemingway encontró en él a una víctima propiciatoria.
(Zelda y Scott Fitzgerald llevaron una vida de locura y diversiones hasta que la enfermedad mental de ella lo impidió. Zelda acabó en un manicomio y Scott mantuvo otra relación sentimental antes de morir)
En sus vidas se tejen acontecimientos históricos, la
Primera Guerra Mundial por ejemplo; hechos culturales, la era del
jazz, la
generación perdida; encuentros con artistas de todo signo en las ciudades de moda; familias que iban aumentando o decreciendo; amores nuevos y viejos; temas que se sucedían y que se convertían en objeto literario; ciudades, naturaleza, vacío y esplendor. Los cuatro cumplieron una misión que el buen lector apreciará. Dejar escritas y listas para ser leídas un buen puñado de novelas, cuentos, relatos, cartas, algunos de los cuales son cumbres de la literatura y referentes de una época. El mayor reconocimiento fue, no obstante, para
Hemingway, el más disfrutón, aunque no era oro todo lo que relucía. El
Nobel de 1954 antecedió en siete años a su suicidio. Fue el último en morir de los cuatro.
(Otra imagen de Ernest Hemingway y Francis Scott Fitzgerald. El gesto y la sonrisa de ambos habla ya de sus diferencias de carácter y de forma de entender la vida)