El corazón se rompe cuando se da cuenta de la inutilidad de
todo lo que pones en querer. No hay salida. Es una vieja historia que se repite
y que continuamente va y viene como las olas en el mar. Y podrías escaparte si
te dejaran, si te quedaras a solas el tiempo suficiente con el olvido, si las
lágrimas no fueran esporádicas, sino masas de agua salada que se consolidaran
día tras día, hasta ese instante final en que ya no supieras por qué surgen.
Hay una forma de engaño en querer ser lo que una no es, en querer sentir lo que
no se siente, en querer esperar lo que nunca tendrá razón de ser. Eso es lo que
convierte la vida en una estación de trenes sin paradas, lo que genera el
hastío y la desesperanza. Atrapa la canción y con ella la voz de quien te ha
herido, de quien ha clavado su daga en el costado, como si un sacrificio
estuviera presto a producirse. Nada hay que pueda explicar si nadie entiende.
Mi padre nos enseñó la importancia de cumplir los compromisos adquiridos y mi madre a echar siempre una mirada irónica, humorística, a las circunstancias de la vida. Eran muy distintos. Sin embargo, supieron crear intuitivamente un universo cohesionado a la hora de educar a sus muchísimos hijos. Si alguno de nosotros no maneja bien esas enseñanzas no es culpa de ellos sino de la imperfección natural de los seres humanos. En ese universo había palabras fetiche. Una era la libertad, otra la bondad, otra la responsabilidad, otra la compasión, otra el honor. Lo he recordado leyendo El dilema de Neo. A mí me gusta el arranque de este libro. Digamos, su leit motiv. Su preocupación porque seamos personas libres con todo lo que esa libertad conlleva. Buen juicio, una dosis de esperanza nada desdeñable, capacidad para construir nuestras vidas y una sana comunicación con el prójimo. Creo que la palabra “prójimo“ está antigua, devaluada, no se lleva. Pero es lo exacto, me parece. Y es importan
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