De lo oscuro
Me interesa la filosofía de lo cercano. El aprendizaje de la vida que nace de vivir y de escuchar, de observar y reflexionar sin esas distracciones que esconden la realidad difícil. En ese paisaje que construimos a base de vivencias se ocultan gestos, personas, lugares y tiempos. Es esa escritura la que me conmueve. Todo lo demás se aleja de mi esfera como si fuera un globo de gas que surca el aire sin control. Durante muchos años he mirado hacia el exterior pero esa es una mirada incompleta, que deja huecos imposibles de rellenar. He preguntado a los otros y, cuando he convertido esa pregunta en una interrogación propia entonces no he tenido respuesta. Ahora, sin nada que decir a los demás, es el momento de reencontrarme a mí misma, si es que alguna vez he existido y no he sido una mera repetición de las miradas ajenas.
Volver a mí es volver a mi infancia. Pero mi infancia ya no existe y, si alguna vez existió, solo puedo recrearla a base de recuerdos. Los recuerdos pueden inventarse. No hay garantías de que sean sólidos o verdaderos. Se parecen más a estados acuosos, a manchas en la pared o a instantes del reloj. Un olor puede devolvernos al momento exacto y un sonido recordarnos a una persona concreta. La humedad siempre me trae el aire de poniente, fresco y tirante, con esa desagradable sensación de que el pelo se moja, de que la cabeza se convierte en una cosa viscosa y blanda. Y luego está el verdín, la materia polvorienta que se pega a las paredes y que habla de que el océano está cerca.
Ahora no sé qué soy ni de dónde. Llevo muchos años fuera del lugar en el que nací y tengo la sensación de que aquello fue un sueño. No logro encontrar a esa niña, a esa muchacha, a la persona que vivió años y tuvo vivencias. No sé cómo era ni por qué lloraba tanto. Salvo que tenía mucho miedo y que ese miedo se conserva agazapado en cualquier sitio de mí, en un recodo inaccesible del que no puede salir si no le dejo, aunque quizá se escape cuando menos lo espere. Esta desesperanza de ahora tiene que ver con la falta de anclajes en ningún sitio. No hay casa a la que pueda volver, ni paisaje. No existe lo que tuve, no tuve nada y ahora, después de todo, me pregunto si valió la pena este viaje y este deshacer nudos tan constante.
Debería pensar en el futuro, ya que el pasado apenas existe. Pero el futuro no es una interrogación, porque eso significaría esperanza o sería el resultado de un acertijo, de una adivinanza llena de pistas. No. No existe el futuro sino una nebulosa a lo lejos, que tiene solamente unas pocas palabras clave y que no me dicen nada porque no sé leerlas. Es el presente el que ocupa toda mi imaginación, mi cabeza y mis manos. Las manos son fundamentales en esto. Teclean sin cansarse o toman el bolígrafo y lo empuñan y rasgan el papel y su blancura. Tengo que terminar de escribir cada cosa y así logro que existan. Sin palabras, no hay mundo. Al final todo puede servir para el argumento de una novela de tercera fila. No un best-seller, no. Una de esas novelas que nadie leerá y que se guardarán en un cajón de un mueble antiguo, posado de polvo blanco y de una nube ligera de nostalgia.
(Pierre Bonnard. La carta)
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