O déjame vivir
(Summertime. William Kay Blacklock. 1872-1922)
Dejó atrás las palabras y fue a buscar las flores. Las palabras siempre le suponían inquietud, no sabía contestarlas, no sabía convertirlas en ideas, no sabía cómo escapar de ellas. La gente las pronunciaba con toda seguridad pero ella no las entendía, no podía comprender cómo su corazón permanecía impermeable a pesar del aluvión de sonidos, de recomendaciones, de preguntas, que nunca contestaba.
Llegó a entender que estaba sola y eso porque en su casa las ventanas describían un círculo de luz al abrirse y no existía en ellas la sombra. La casa en soledad tenía un sonido perfecto. El tic tac del reloj se mezclaba con el ronroneo de la gata, que se escondía debajo de las mesas y de los sofás sin que nadie pudiera encontrarla si ella no lo quería. Entendió que los parientes que habían venido al duelo se habían marchado y que esos ropajes negros, con velos y faldas de tela gruesa eran los que ella debía vestir a partir de ahora.
Pero nunca entendió el significado de esos ritos. El dolor estaba dentro de ella y no cambiaría por la forma de vestir. Daba lo mismo muselina o terciopelo. Daba lo mismo volantes o enaguas, capelinas o sombreros. Estaba sola, sí. Su casa estaba sola, sí. Pero no quería ser un alma en pena ni esperar nada que no fuera posible. Todas las mujeres la avisaron de que un hombre tendría que sustituir lo antes posible al que se había ido. Pero ella se negó a entender que la soledad de la casa y su propia soledad dependieran de un sustituto. No era eso, se decía. Y por ello aparecía en las tardes junto al jardín, moviendo con la mano los dorados capullos, formando haces de flores dispersas y ramos ordenados, que iban a adornar una casa de ventanas abiertas, sin sonidos, sin gente, en cruel silencio.
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