De lo triste


Una vez la mujer conoció a un triunfador. El hombre vestía con trajes de marca, acudía a festejos y acontecimientos importantes, se codeaba con lo más granado de la sociedad y recibía condecoraciones y premios. En las fotos, el hombre apoyaba graciosamente la barbilla en el dorso de una de sus manos y miraba pícaro a la cámara, mientras sonreía apenas y esbozaba un gesto de displicencia muy atractivo. Así, el hombre paseaba su éxito por entre todos y la gente lo admiraba y lo envidiaba a partes iguales. Pocos, eso sí, lo querían. 

La mujer notó ese pequeño clic que ata un lazo invisible entre unas personas y otras y creyó en lo que ese hombre era y lo entendió sin palabras. Desde ese momento ella estuvo atenta a sus pasos y a sus dudas. Recibió, como un contenedor de basura que no tiene criterio ecológico, todo lo que él desprendía, siempre negativo, siempre malicioso: dolor, frustración, miedo, angustia, cobardía, soledad, escasez, enfermedad, angustia...A veces, en un gesto de altivez suprema, caían al contenedor algunas finas huellas de amores gastados, de besos de otros tiempos, de paseos inacabados por lugares románticos.

Pasaron muchos años y la mujer notó el cansancio de la espera que no conducía a nada. El hombre, como suele ocurrir con aquellos que no saben lo que es la entrega, ni la generosa y simple llama del amor compartido, anduvo más deprisa el trecho que hacia la desilusión le iba conduciendo. Su amargura se convirtió en desdén, su desamor en odio, su falta de empatía en descontento. La mujer decidió entonces que ese contenedor estaba tan lleno que todo le sobraba y se alejó, sin mirar atrás, del hombre triste que, intentando imaginar una sola luz que lo alumbrara, se encontró con oscuridad sin final, con suciedad sin límites, con vacíos que no podían llenarse ya, ni entonces ni en el tiempo futuro. 

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