Conversaciones a la caída de la tarde


(Pintura. Angelica Kauffman)

Era muy frecuente, en esa hora previa del atardecer, que las mujeres se sentaran a la sombra, en una esquina del patio en verano o, en invierno, cerca de la mesa de la cocina, para hablar de sus cosas. Eran cuatro. La dueña de la casa, la más joven, ejercía de maestra de ceremonias, invitaba a café, sacaba de la despensa unas pastas recién hechas (tenía mucha mano para la repostería) y canturreaba sin darse cuenta mientras hacía los preparativos. En el patio, los niños jugaban y se reían. Las risas cruzaban el aire y entraban por la ventana. Mientras que rieran ella estaría tranquila. 

La segunda mujer era la mayor de todas, una especie de jefe espiritual de la calle, una persona con sentido común, muy trabajadora y dispuesta siempre a ayudar. Tenía un aire hosco que no se correspondía con su bondad y reñía sin compasión a todos los niños. Se creía con derecho a ello porque sabía siempre cuál era el bien y cuál el mal. 

Otra de las mujeres era muy tímida. Apenas esbozaba palabra, pero le gustaba escuchar a las otras y rara vez las interrumpía. Era una mujer fea y eso había condicionado su vida. La fealdad tan aparente y su timidez se aliaron para convertirla en alguien raro. Sin embargo, en ese círculo pequeño de las cuatro, ella se encontraba acogida, dispuesta siempre a ser escuchada si algún día se obraba el milagro de la comunicación. 

La cuarta mujer era bastante ingenua. Procedía de un enclave rural que la había hecho extrañarse de todo, del progreso, de la ciudad, de la vida. Solo tenía un hijo y esto la ponía en clara desventaja con respecto a las otras, así que sus opiniones tenían menos valor, eran menos exactas. Sin embargo, gozaba de una alegría de vivir que se transparentaba en cada gesto. Era una mujer feliz, a pesar de todo. 

Las historias aparecían cuando las cuatro se sentaban, unas junto a otras, las cabezas casi juntas y los brazos doblados sobre el cuerpo. Eran historias que lo resumían todo, la vida cotidiana estaba en ellas y sus palabras, las que usaban para expresarlas, parecían anidar en huecos de pájaros, en sembrados de flores silvestres. Pronunciaban con cuidado de no ser oídas y todo se cubría de cursivas. Eran temas delicados que servían para estrechar los lazos que las unían. Ninguna de ellas conocía demasiado mundo. Se habían casado jóvenes y eran inexpertas en realidad pero gozaban de la suerte de la conversación, se intercambiaban mensajes cifrados con los ojos y no necesitaban teléfono ni redes, lo tenían todo al alcance de la mano. 

La niña habría querido oírlas. Un tesoro de erudición acerca del alma femenina se escondía allí. Pero eso no era posible. Estaba terminantemente prohibido que las niñas entraran en el paraíso prohibido de las historias de amor y desamor, de los amantes o los maridos que no pasarían a la historia por sus bondades, del desatino que les producía a las mujeres el paso del tiempo o de las luchas con su propia corazón por ser otras. 

La niña solo imaginaba, por la expresión de los rostros o el movimiento de las manos, qué era aquello que se movía a poca distancia de ella, pero tan lejos, tan absolutamente lejos de su alcance, tan ajeno, tan complicado y difícil. Porque todo era parte de una función de teatro que no se representaría hasta muchos años después. 

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