Ni en rosas las huidas



Deberíamos empezar a escribir las historias por los momentos felices. Esos días dorados en los que el corazón se arrebata y solo existe una palabra: tú. Él es ese tú que te convierte en la persona que soñaste ser. Él está ahí para hacer que todo encaje. Los antiguos dolores se matizan, como si un niño pasara sus dedos por la mancha roja que deja la cera en un papel. 

Eso sería lo lógico. Escribir los instantes únicos que no deberíamos olvidar. Ese latir del cuerpo al compás de la dicha. O las miradas. Un repertorio de miradas que nadie más que él sabrá interpretar. Y luego, las señales. En el nivel más alto de la complicidad te encierras en un mundo que los dos habéis diseñado a medida. Cuando te despides, por enésima vez y sin querer dejarlo, le susurras: Amor mío. Y ese es el comienzo de todo. 

Pero no es así. No es la algarabía del amor correspondido, del bienestar, lo que te hace sentarte en tarde festiva, cuando todos disfrutan de una emoción que a ti te está vedada, no es el aire dulce de los besos prendidos en la boca que gime o que vislumbra, no es calor del abrazo firme ni la bondad trémula de sus ojos, lo que hace que escribas con palabras que nunca pensaste utilizar. 

Es la pérdida. El desengaño. El vacío. La soledad. La mentira descubierta. La falsedad. La utilización. Es la ruptura de la imagen que habías construido cuidadosamente y colocado en el sitio más inaccesible de todos los que hay en tu interior. Se rompe la imagen en mil trozos pequeños, con agudas aristas que cortan y hacen sangre, de manera que, si intentas recomponerla, algo te atravesará el alma al tiempo que los dedos. Porque no es posible convertir el agua en vino, ni en rosas las huidas inexplicables. Ni existe remedio para la decepción. Cuando la imagen se rompe, se termina todo. Y lo sabes. 

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