Rizos y un mapa de España


(Fotograma de "Sentido y Sensibilidad" de Ang Lee) 

Es la música, en primer lugar, lo que hace de esta versión de Ang Lee del libro de Jane Austen "Sentido y Sensibilidad" una pequeña maravilla. Un tributo eficaz, diáfano, exacto, al genio de la escritora, a su creación de personajes y ambientes, a su estilo, a su ingenio e inteligencia. La música crea el tono especial que la distingue y, entre todos los libros de Austen, en los que la música siempre tiene un importante papel, es aquí donde expresa el dolor y la alegría con mayor lucidez. Lo mismo ocurre con los versos, las palabras, los poemas que se recitan, el consuelo de la lírica en los momentos difíciles. Shakespeare y sus sonetos que invitan al amor, aunque sea, como sabes, un amor aureolado de triste cobardía. 

Entre todas las imágenes hay una evocadora, imposible de pasar por alto, una imagen en la que me detengo y en la que observo cosas que quizá otros no ven. Al fin nuestros ojos siempre vuelven hacia dentro, la mirada interior, lo que somos y fuimos. 

Debajo de una mesa, escondida de todos, guardando su mal genio, su dolor, su evidente tristeza, una niña. Tiene unos nueve años, se llama Margaret y se peina con rizos. Una niña despierta, preguntona, vital, pero también tímida y llena de dudas. Huye de las visitas. Se guarda para sí un corazón roto prematuramente por la muerte del padre. Esconde su desarraigo al mudarse de casa, dejando atrás lo que ha sido su vida hasta entonces. 

La niña no está sola en su escondite. Junto a ella, en el suelo, un Atlas. Un gigantesco Atlas como ese Atlas que otra niña recibió de regalo a los diez años exactos. Uno de esos Atlas que se despliegan y ocupan todo el sitio, que tienes que leer en el suelo y en el que los países son algo más que nombres o lugares, son escenas, montañas, ríos, llanuras y valles. Ciudades, pueblos, gente, una esperanza. Margaret encuentra en su Atlas el camino que la conduce a la evasión y así la pena se matiza, se convierte en un paréntesis que, a veces, puede enfriar el dolor. En ocasiones incluso es feliz mirando su Atlas. Imaginando cosas. Leyendo en voz alta los nombres de países y ciudades. Pasando los dedos por encima del curso de los ríos. Soñando  islas desconocidas a las que arribar alguna vez. 

La música rodea a la niña del mapa, a las dos niñas. Es la música lo que las une, lo que hace que sean tan parecidas. Ambas balancean las piernas al compás de ese sonido único. Ambas sonríen para sus adentros cuando logran burlar la vigilancia de los mayores. Ambas enjugan sus lágrimas saladas rebuscando en los oasis, en los desiertos, en las apabullantes urbes, algo de la dulzura que se escapa como agua entre los dedos.

Son niñas tan exhaustas que quieren encontrarse a sí mismas en cualquier espacio que ese Atlas señale. Y, aunque ellas no lo saben, mejor volar desnudas, mejor perderse, que ver de frente la rutinaria realidad de cada día. Lo cotidiano no está hecho para ellas. 


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