Confórmate con filosofar
Recordarás la escena. En ese baile tan ansiado por todas que se celebra en Netherfield, Elizabeth Bennet y su hermana Mary están sentadas sin bailar. Para las muchachas de finales del XVIII y esos primeros años del siglo XIX el baile era el mayor motivo de diversión, el espacio en el que acontecían los principales prodigios, a saber: hallar un hombre con medios económicos suficientes como para librarlas del oprobio de depender de otro hombre, un padre o un hermano. Como dice Italo Calvino en el prólogo de un libro que he leído recientemente, y que ahora no voy a detenerme en buscar (aunque no soy Umbral, desde luego), las mujeres han estado toda la vida esperando, sufriendo y bajo el dominio de un hombre, que, al final, terminaba por engañarlas. Aunque rodeada de la fina ironía de Austen, la actitud de Elizabeth no deja de ser la misma que la de otras chicas casquivanas que florecen en el libro que recoge la escena, "Orgullo y Prejuicio". Cuando Mary lanza un alegato contra los bailes, por absurdos y poco intelectuales, ella le contesta con esa famosa frase que me hace pensar: "Ya que no tenemos pareja, conformémonos con filosofar".
Filosofar puede representar cualquier cosa. Buscar un subterfugio para olvidar la triste realidad: la soledad de una mujer sin hombre al lado. Algo que puede resultarnos antiguo, obsoleto o trivial, pero que es una verdad escrita a fuego. En ese tiempo y en todos los tiempos. En el tiempo de ahora, el que vivimos. Recuerda, si no, esos titulares de periódico que hablaban de "dos mujeres solas" al citar la noticia del ataque a dos turistas en no sé qué país de la América Hispana. Una mujer sola es siempre una mujer sin hombre. Puede haber miles de mujeres juntas pero, si no hay hombres, esas mujeres, a decir de la sabiduría popular, están solas.
De ahí viene el dolor. De esa seguridad adquirida, cultural o innata, que te dice que no eres nadie sin un hombre a tu lado. Que bromea con las vírgenes y con las viudas. Que establece una línea divisoria entre la mujer, cuando es apetecible y objeto de deseo sexual y cuando ya ha terminado su período vital de gustar a los hombres o no tiene los encantos suficientes para ello. La naturaleza se ha vengado en las mujeres y, al tiempo que la ha dotado del milagro de la maternidad, que los hombres envidian aunque no lo confiesen, la ha condenado a que el paso del tiempo sea extremadamente difícil y también a no sobrevivir emocionalmente si no hay un hombre a su lado.
La belleza femenina no es tal en sí misma, ni tampoco la fealdad. Ambas están supeditadas a la mirada del otro, a la visión masculina. Si una mujer fea se siente amada, la fealdad desaparece. Y al revés. No sirve de nada la belleza si aquel en quien has depositado tus ilusiones no se da cuenta de ella o no la admira.
Así, la mujer de la sombrilla que pintó Monet, camina sola y tuerce el gesto al ver ante ella un camino por recorrer en total silencio. Un silencio no elegido sino impuesto. Un silencio que oculta miedos y sinsabores. La belleza de la tarde no le dice nada, no le importa siquiera. Su vestido se arquea al paso entre las hojas y la sombrilla la protege del viento que mueve su pañuelo. Pero el rostro permanece impasible, quizá transido de una lágrima que no quiere terminar de formarse, quizá lleno de luz en la esperanza, quizá perdido en un terremoto de pasión inconfesa.
Sea como fuera, la mujer de la imagen, sola, tiene que conformarse con filosofar en este tiempo árido de la ausencia de abrazos. Como tú, como yo, como nosotras. Pero tú, yo, nosotras, sabemos que la fuerza está en nuestras propias manos. Porque no nos creemos ya esas historias. Lo diga quien lo diga. Lo escriba quien lo escriba. Y que todo lo demás, si viene, será por añadidura..