Te has sentado indecisa al hueco de la tarde. Hace frío. Los visillos se mueven imperceptiblemente. De vez en cuando entra por la ventana un halo de este norte que azota la ciudad. Casi anochece. Es la hora de los miedos y del silencio extremo. Me has hablado. Me cuentas con palabras que casi desconozco lo hermoso que resulta volver a enamorarse. Me lo dices y ríes. Tienes la risa fresca de quien piensa en los besos. De quien perdió los besos y está a punto de ver cómo amanecen. Me dices que le quieres hasta el fondo. Que quieres lo que es y lo que te imaginas. Que lo encontraste sin querer buscarlo y que ahora su mirada es la balsa que recoge tu cuerpo, cansado de luchar contracorriente. Me dices que le quieres y hasta dónde, qué harías por él, cómo lo acunas sin poder evitarlo. Me dices que le quieres y te entiendo. Cómo dejar de hacerlo si yo siento lo mismo aunque me calle.
Mi padre nos enseñó la importancia de cumplir los compromisos adquiridos y mi madre a echar siempre una mirada irónica, humorística, a las circunstancias de la vida. Eran muy distintos. Sin embargo, supieron crear intuitivamente un universo cohesionado a la hora de educar a sus muchísimos hijos. Si alguno de nosotros no maneja bien esas enseñanzas no es culpa de ellos sino de la imperfección natural de los seres humanos. En ese universo había palabras fetiche. Una era la libertad, otra la bondad, otra la responsabilidad, otra la compasión, otra el honor. Lo he recordado leyendo El dilema de Neo. A mí me gusta el arranque de este libro. Digamos, su leit motiv. Su preocupación porque seamos personas libres con todo lo que esa libertad conlleva. Buen juicio, una dosis de esperanza nada desdeñable, capacidad para construir nuestras vidas y una sana comunicación con el prójimo. Creo que la palabra “prójimo“ está antigua, devaluada, no se lleva. Pero es lo exacto, me parece. Y es importan
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