Las palabras escritas
(John William Waterhouse. Simbolismo)
La música suena en esta mañana que anuncia una calidez que ahora no queremos. Se despereza el día. Esta canción, esta voz, estos sonidos, me acompañan desde hace unos meses y me hacen llorar casi siempre. Pero las lágrimas no son lo peor. Lo peor es el silencio. Ese silencio que te impide escribir lo que sientes, que te impide hablar lo que deseas. Eso es lo que más cuesta.
Junto a la música hay una pila de libros, de esos que ordenas de vez en cuando y que no quieres que se separen de ti. En ellos, tanta poesía como es posible. Llega un momento en que es la poesía la única voz que quieres oír. Un momento en que todo es poesía, todo se escribe en versos, o con ritmo. Recitaba poesía en los años en que mi casa era un jardín, antes de que desapareciera todo atisbo de flores. Recitaba poesía en el colegio y levantaba las manos al aire, como si quiera apresar ese tiempo, el tiempo de las rosas, cuando todavía no habían perdido su olor. Qué tendrá la poesía que me devuelve siempre a unos años mejores…
Al lado, ordenadas y limpias, las películas. Las cajas negras de las películas de Bogart y Rock Hudson. Las cintas de colores con las series de la BBC de Jane Austen. Las películas clásicas. Las de cine negro. Las de acción. Las películas de casinos, venganzas y muertes. Las de amores. El cine. Esas horas que gasto en contemplarlas una y otra vez, los hombres sin piedad con sus diálogos o los rostros de aquellos que amé, todos actores de una pieza. Aún recuerdo como una pesadilla esa vez en la que no querían dejarme ver “Esplendor en la hierba”, esa película tan triste que conduce al vacío. El cine. No sería la misma sin esa sensación de cosquilleo cuando vas a ver una película que te seduce.
Y, por fin, junto a todo, las libretas, los cuadernos, la escritura, las palabras. Todo lo que escribo se encuentra en hojas llenas de caracteres azules, a veces rojos y hasta verdes. Escribir siempre, a cada paso, convertir en palabras lo que siento. Convertirme a mí misma en palabras que lleven un latido. El de sentir que cada cosa tiene su nombre exacto. El de nombrar a cada paso lo que vivo. El de pensar que, sin palabras, hay un hondo vacío que nada llenaría. Salvo, quizá, el amor, esa ambición que se escapa sin que pueda hacer nada por evitarlo.
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