Ir al contenido principal

Ese otoño de luces arrogantes...


Bette y Nicholas son recién casados. Hace muy pocas fechas que hubo una concurrida ceremonia en Leington, en un mediodía gris que anunciaba lluvia. Aún el campo no se había preparado para la nueva estación y quedaba un hilo de nostalgia del verano. Hojas secas y animales sedientos. La gente disfrutó porque ambos son simpáticos y tienen grandes familias que prepararon aquello como si fuera un enlace de ricos. Abundó la comida y hubo música. A Bette le hubiera gustado llevar un vestido largo, blanco y lleno de encajes y tules. Pero, como su madre le recuerda siempre, los tules y los encajes cuestan mucho dinero y ellos no pueden permitirse gastar la ganancia del año en caprichos tontos de chicas casquivanas. Bette es una chica que sueña en un entorno de pobreza digna. Por su parte, Nicholas se conforma con cualquier cosa. En realidad, solo la quiere a ella, a Bette. Ama su cabeza rubia y pequeña, con rizos que surgen sin compromiso en cualquier momento. Ama su forma de hablar y de mover las manos, haciendo gestos graciosos e interrumpiéndose para reír. Nicholas ama a Bette y Bette quiere amar a Nicholas. 

Hace poco que se casaron, ya lo he dicho. Y el otoño, esa esplendorosa estación que a ella le trae melancolía y a él trabajo, aparece de pronto y se instala en sus vidas, como en las de los otros campesinos, para una buena temporada. Así, los paseos de Bette por el campo, sola, para pensar en las cosas que le gustan, tendrán que adelantarse, para no coincidir con la caída de la noche. Ninguna mujer sola por esos andurriales, piensan los hombres de la vida de Bette. En Leington pasear es un lujo que solo pueden permitirse a algunas, gente como Bette a quien la suerte ha deparado un marido trabajador que no quiere que ella se destroce las manos en el campo. Los paseos de Bette serán ahora al mediodía, justo antes de comer, sola, porque Nicholas vuelve del trabajo cuando se pone el sol, como hacen los cientos de hombres campesinos de la comarca. Mujeres solas preparando la cena a la luz de un candil. Mujeres solas atisbando, tras las ventanas, el regreso del marido. Mujeres solas aviando a los niños. Mujeres solas. Solas. 

Un día, en uno de esos paseos otoñales, con la luz del sol cayendo casi a plomo, cierto aire nervioso por los alrededores, una especie de pátina demasiado clara para los ojos verde mar de Bette, ella ha entrevisto, en una de las casas de la entrada del pueblo, una figura que antes no percibió. Es un hombre. Lleva levita oscura y el cuello duro de los que no trabajan con las manos. Tiene el pelo oscuro echado hacia atrás y un porte misterioso. Detrás de los cristales de la sala, el hombre aparece como un fantasma inopinado y a Bette le llama la atención cómo él parece seguirla con la mirada cuando cruza la vereda delante de esa casa. En adelante, este camino llevará guardado la figura del hombre, su apostura, ese presentido eco de una voz nunca oída, ese gesto anhelante de mirarla. 

Cuando pasen los años, después de que sus hijos hayan crecido, todavía Bette recordará impaciente esos días del otoño en que atravesó sin poderlo evitar el umbral de esa casa. En que hizo realidad el sueño de su juventud y conoció una dicha nunca antes vivida. Los días en que su corazón se abrió como si fuera una flor en primavera, a pesar de la frialdad del ambiente y de la lluvia inmisericorde. Los días en que el hombre de la levita oscura posó, como palomas, sus manos sobre ella, inventando un lenguaje que nunca repitió nadie en ningún sitio. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

“El dilema de Neo“ de David Cerdá

  Mi padre nos enseñó la importancia de cumplir los compromisos adquiridos y mi madre a echar siempre una mirada irónica, humorística, a las circunstancias de la vida. Eran muy distintos. Sin embargo, supieron crear intuitivamente un universo cohesionado a la hora de educar a sus muchísimos hijos. Si alguno de nosotros no maneja bien esas enseñanzas no es culpa de ellos sino de la imperfección natural de los seres humanos. En ese universo había palabras fetiche. Una era la libertad, otra la bondad, otra la responsabilidad, otra la compasión, otra el honor. Lo he recordado leyendo El dilema de Neo.  A mí me gusta el arranque de este libro. Digamos, su leit motiv. Su preocupación porque seamos personas libres con todo lo que esa libertad conlleva. Buen juicio, una dosis de esperanza nada desdeñable, capacidad para construir nuestras vidas y una sana comunicación con el prójimo. Creo que la palabra “prójimo“ está antigua, devaluada, no se lleva. Pero es lo exacto, me parece. Y es importan

Ripley

  La excepcional Patricia Highsmith firmó dos novelas míticas para la historia del cine, El talento de Mr. Ripley y El juego de Ripley. No podía imaginar, o sí porque era persona intuitiva, que darían tanto juego en la pantalla. Porque creó un personaje de diez y una trama que sustenta cualquier estructura. De modo que, prestos a ello, los directores de cine le han sacado provecho. Hasta cuatro versiones hay para el cine y una serie, que es de la que hablo aquí, para poner delante de nuestros ojos a un personaje poliédrico, ambiguo, extraño y, a la vez, extraordinariamente atractivo. Tom Ripley .  Andrew Scott es el último Ripley y no tiene nada que envidiarle a los anteriores, muy al contrario, está por encima de todos ellos. Ninguno  ha sabido darle ese tono entre desvalido y canalla que tiene aquí, en la serie de Netflix . Ya sé que decir serie de Netflix tiene anatema para muchos, pero hay que sacudirse los esquemas y dejarse de tonterías. Esta serie hay que verla porque, de lo c

Un aire del pasado

  (Foto: Manuel Amaya. San Fernando. Cádiz) Éramos un ejército sin pretensiones de batalla. Ese verano, el último de un tiempo que nos había hechizado, tuvimos que explorar todas las tempestades, cruzar todas las puertas, airear las ventanas. Mirábamos al futuro y cada uno guardaba dentro de sí el nombre de su esperanza. Teníamos la ambición de vivir, que no era poco. Y algunos, pensábamos cruzar la frontera del mar, dejar atrás los esteros y las noches en la Plaza del Rey, pasear por otros entornos y levantarnos sin dar explicaciones. Fuimos un grupo durante aquellos meses y convertimos en fotografía nuestros paisajes. Los vestidos, el pelo largo y liso, la blusa, con adornos amarillos, el azul, todo azul, de aquel nuestro horizonte. Teníamos la esperanza y no pensamos nunca que fuera a perderse en cualquier recodo de aquel porvenir. Esa es la sonrisa del adiós y la mirada de quien sabe que ya nunca nada se escribirá con las mismas palabras.  Aquel verano fue el último antes de separa

Rocío

  Tiene la belleza veneciana de las mujeres de Eugene de Blaas y el aire cosmopolita de una chica de barrio. Cuando recorríamos las aulas de la universidad había siempre una chispa a punto de saltar que nos obligaba a reír y, a veces, también a llorar. Penas y alegrías suelen darse la mano en la juventud y las dos conocíamos su eco, su sabor, su sonido. Visitábamos las galerías de arte cuando había inauguración y canapés y conocíamos a los pintores por su estilo, como expertas en libros del laboratorio y como visitantes asiduas de una Roma desconocida. En esos años, todos los días parecían primavera y ella jugaba con el viento como una odalisca, como si no hubiera nada más que los juegos del amor que a las dos nos estaban cercando. La historia tenía significados que nadie más que nosotras conocía y también la poesía y la música. El flamenco era su santo y seña y fue el punto culminante de nuestro encuentro. Ella lo traía de familia y yo de vocación. Y ese aire no nos abandona desde ent

“Anna Karénina“ de Lev N. Tolstói

Leí esta novela hace muchos años y no he vuelto a releerla completa. Solo fragmentos de vez en cuando, pasajes que me despiertan interés. Sin embargo, no he olvidado sus personajes, su trama, sus momentos cumbre, su trasfondo, su contexto, su sentido. Su espíritu. Es una obra que deja poso. Es una novela que no pasa nunca desapercibida y tiene como protagonista a una mujer poderosa y, a la vez, tan débil y desgraciada que te despierta sentimientos encontrados. Como le sucede a las otras dos grandes novelas del novecientos, Ana Ozores de La Regenta y Emma Bovary de Madame Bovary, no se trata de personas a las que haya que imitar ni admirar, porque más que otra cosa tienen grandes defectos, porque sus conductas no son nada ejemplares y porque parecen haber sido trazadas por sus mejores enemigos. Eso puede llamarse realismo. Con cierta dosis de exageración a pesar de que no se incida en este punto cuando se habla de ellos. Los hombres que las escribieron, Tolstói, Clarín y Flaubert, no da

La construcción del relato en la ruptura amorosa

Aunque  pasar por un proceso de ruptura amorosa es algo que ocurre a la inmensa mayoría de las personas a lo largo de su vida no hay un manual de actuación y lo que suele hacerse es más por intuición, por necesidad o por simple desesperación. De la forma en que se encare una ruptura dependerá en gran medida la manera en que la persona afectada continúe afrontando el reto de la existencia. Y en muchas ocasiones un mal afrontamiento determinará secuelas que pueden perdurar más allá de lo necesario y de lo deseable.  Esto es particularmente cierto en el caso de los jóvenes pero no son ellos los únicos que ante una situación parecida se encuentran perdidos, con ese aire de expectación desconcentrada, como si en un combate de boxeo a uno de los púgiles le hubieran dado un golpe certero que a punto ha estado de mandarlo al K.O. Incluso cuando las relaciones vienen presididas por la confrontación, cuando se adivina desde tiempo atrás que algo no encaja, la sorpresa del que se ve aban

Siete mujeres y una cámara

  La maestra de todas ellas y la que trajo la modernidad a la escritura fue Jane Austen. La frescura de sus personajes puede trasladarse a cualquier época, de modo que no se puede considerar antigua ni pasada de moda, todo lo contrario. Cronológicamente le sigue Edith Wharton pero entre las dos hay casi un siglo de diferencia y en un siglo puede pasar de todo. Austen fue una maestra con una obra escasa y Wharton cogió el bastón de la maestra y llevó a cabo una obra densa, larga y variada. Veinte años después nació Virginia Woolf y aquí no solo se reverdece la maestría sino que, en cierto modo, hay una vuelta de tuerca porque reflexionó sobre la escritura, sobre las mujeres que escriben y lo dejó por escrito, lo que no quiere decir que Edith y Jane no tuvieran ya claros algunos de esos postulados que Virginia convierte en casi leyes. Ocho años más tarde que Virginia nació Agatha Christie y aunque su obra no tiene nada que ver con las anteriores dio un salto enorme en lo que a considerac