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Otoño


(Su padre le había dicho: en el tiempo de las horas difíciles recuerda que un día alguien te amó más que a su vida)

Si mis días tienen colores, las estaciones llevan sentimientos. En los tiempos dorados de la infancia cada una de ellas traía consigo ritos, personas, sorpresas y deseos. Los deseos, insatisfechos como han de ser para que sigan existiendo, aparecían en los escaparates o directamente ocultos en un rincón inaccesible del corazón. Vestidos, zapatos, bolsos, medias....libros, plumas, cuadernos, mapas....alguien que, con solo mirarlo, el pulso se aceleraba. El otoño era la estación de los deseos. El verano, la de las sorpresas. La primavera, la de las personas y el invierno la de los ritos. 

En verano llegaban aquellos que se habían marchado a estudiar fuera y traían novedades, experiencias que los nativos no podíamos imaginar y recuerdos de fiestas plagadas de emociones fuertes. También aparecían los familiares, esas primas, tías y parientes lejanos que recordaban, de pronto y al hilo del calor de las ciudades, que tenían una casa a su disposición junto al mar, junto a nosotros. Si no te enamorabas de un primo es que eras una chica rara. Y yo nunca fui rara, os lo aseguro. 

En primavera todos los afectos tenían nombre. Tus compañeras del instituto ya se habían convertido en amigas. El chico de turno te arrebataba el pensamiento y te hacía mirar una y otra vez su foto. Aquella carta que recibiste llevaba un remitente seguro: "Te quiero, niña de la fila de enmedio". La primavera cerraba un ciclo inevitable que el verano abriría de nuevo. Todos sabíamos que los años terminaban a mediados de junio, al tiempo que el curso escolar. 

Los inviernos tenían innumerables celebraciones. Estaba mal visto disfrutarlas. Había que rezongar y quejarse de la familia, siempre empeñada en que tomáramos las uvas en casa, siempre negando horas a nuestras salidas, siempre convenciéndonos de que ese vestido con los tirantes finos y un escote pronunciado no era adecuado para una muchacha de apenas quince años. Los inviernos de esos años no eran ni siquiera fríos. Nuestras piernas bailaban al son de todas las canciones y nuestro cuerpo hervía en una llama placentera y constante. 

Así que el otoño, el tiempo de los deseos, era y es la estación más dulce. Nada había sido escrito. Nada está escrito todavía. Puede ocurrir de todo. Los amores del verano se consolidaban o se iban al traste. El tono de nuestra piel empezaba a perder ese moreno tan ambiciosamente conseguido y se tornaba nácar, un suave y dulce tono que ansiaba abrazos siempre. El cine nos veía reírnos y nerviosos cuando se apagaban las luces y una mano rozaba la nuestra. Y los días de sábado traían la bendición del ocio y la luz de tus ojos. 

Algo me dice, todavía, que existen en algún sitio unos ojos sinceros, llenos de claridad, sin ocultarse, cuya luz es más profunda que todas las rosas. Solamente es preciso mirar sin distraerse con mentiras. Con permiso de e.e. cummings y sus reticentes minúsculas.


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