La emoción desnuda
Si Jane Austen no hubiera muerto a la temprana edad de 41 años ¿qué hubiera ocurrido con su vida? ¿qué con su literatura?. Resulta un ejercicio especulativo, casi de ciencia-ficción, pero es atractivo pensarlo. Sobre todo para las personas como yo, que tenemos una relación de fraternidad creativa con ella. Habida cuenta de lo que consiguió con sus cinco grandes novelas...¿qué logros podría haber añadido en su madurez? Aunque hay autores cuyos mejores libros se escriben al principio de su carrera, lo más seguro, en su caso, si tenemos en cuenta la evolución que experimentó, es que grandes frutos literarios, novelas espléndidas, se hayan perdido por su muerte prematura.
Quizá sus logros no han sido suficientemente ponderados. Detrás de una trivialidad aparente, que no es sino una estrategia narrativa intencionada, emergen sus profundidades. La fantasía, la imaginación, la intuición, la inteligencia, la sospecha, el misterio, el enmascaramiento, el sentido, el entendimiento. En esas profundidades habita la verdadera naturaleza de su escritura: esa muestra de naturaleza humana sabiamente representada en unos pocos personajes, hombres y mujeres, situados en un entorno concreto. Las novelas, hasta ese momento, utilizaban una hojarasca inútil para cubrir la realidad. Ella tiró a la basura esa hojarasca y, en un gesto escandaloso para una mujer y para esa época, utilizó una estrategia atrevida, novedosa y muy particular. De forma que desaparecen las descripciones prolijas, los supuestos escondidos, los equívocos, las cursiladas, los amores absurdos y desaprovechados. Desaparece el sufrimiento inútil y emerge una claridad que todavía hoy deslumbra. Aparece, al tiempo, una nueva sentimentalidad.
En su actitud personal estaba también la convicción de que su obra tenía valor en sí misma, independientemente de su autoría. Y no es que no tuviera conciencia de ella, sino que supo entender qué era lo primordial. Su exquisitez intelectual, su saber estar, se refuerzan con el anonimato que presidió su vida literaria, algo que no fue una postura dogmática ni estética, sino simple sentido común, simple entendimiento de lo que suponía, en la Inglaterra de finales del XVIII y principios del XIX, ser mujer y ser escritora.
Como se puede atisbar en los estudios biográficos que sobre ella se han realizado Jane Austen no fue una mujer triste, aislada, resentida ni llena de complejos. Todo lo contrario. Vivió su vida con alegría, desechó otras pretensiones que no fueran la propia creación literaria y manifestó de forma práctica que es posible realizar una obra literaria de la máxima calidad simplemente a partir de la inteligencia, el ingenio, la imaginación y la formación previa como una lectora voraz que es lo que ella fue.
La condición humana, y no el sentimentalismo vacuo o los amoríos sin sentido, es el centro de su obra. Exactamente igual que fue el centro de la obra de William Shakespeare. O de Miguel de Cervantes. O de cualquier otro gran escritor. Su prosa, directa, limpia, sencilla, sin artificios, conduce al lector a las cuestiones obviando vericuetos y merodeos. Decirlo todo de la forma más inteligible posible. Y la más ingeniosa, añado. Y lo hace sin hacer trampa. Lo hace con la tranquila inteligencia que convierte sus libros en fuentes de las que beber continuamente. Son agua que no deja de manar. Puedes leerlos desde muchos puntos de vista, puedes buscar y encontrar, hallar y discutir. Puedes ser lo que seas, pero imposible no considerar que Jane Austen rotura un camino nunca desandado. El de la novela como género máximo que representa lo más hondo de la emoción humana.
¿Qué otros logros podría habernos deparado una vida más larga? Un cierto halo de tristeza rodea esta pregunta. ¿Qué personajes, historias, ideas, podrían surgir de su cabeza? Nunca un entorno más reducido, nunca una vida familiar más sencilla, nunca una trayectoria menos escandalosa, ha dado como fruto un mosaico más brillante, pleno y dispuesto para hacerte disfrutar. Porque esa es la gran virtud de la obra austeniana: está directamente dirigida al placer del lector. Pero no un placer vacío, sino el que resulta de la asunción de la complejidad de la naturaleza humana. Así ella, en un verdadero ejercicio de cordura, presenta sin juzgar sus personajes. Así ella, nos acerca a lo que somos y a lo que quisiéramos haber sido. A lo que ansiamos, en suma.
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