De Sorolla a Hopper, pasando por Zuloaga


Cruzas una ciudad herida de semáforos, un paraíso de chanclas y bermudas. Gente que no se reconoce, extranjeros vestidos de colores extraños. Estás fuera de todos y lo sabes. Solo contigo misma. Te adentras en el fondo, en el centro del aire y allí, sencillamente, en una plaza oculta, hallas el edificio que buscas y en él subes las altas escaleras, rechazas ascensores y buceas en los cuadros. Nombres que te recuerdan tus años de estudiante, tus años de extranjero, tus años de visitas a galerías, museos y otros varios lugares donde el arte se guarda siempre en dosis muy pequeñas. 

Las palabras se habían escapado de tus manos, como esas palomas que frecuentan el pequeño local en que, de noche, vacías conversaciones entre voces amigas. Pero he aquí que la visión de estos cuadros las retorna a tus ojos y tu mente y estás ya deseando sentarte a teclear con la convicción de quien tiene un motivo para hacerlo. Mar, bañistas, vestidos, muchos barcos, playas, el tiempo en que la gente veraneaba apenas. Cuadros, genios, pinturas...y, de pronto, hallas tan claramente la razón, la causa, por la que aquí venías, por la que no podías perderte ni un solo instante de estos. 

El velero de Hopper cierra la exposición, es el cuadro estrella. Increíbles sus azules, todos los azules, el color con el que me he reconciliado después de años de darle la espalda. Azules que son verdes, que son lilas y malvas, azules en el mar y nubes en el cielo. Y esas figuras humanas que no parecen nada, que no sienten nada, que no dan la impresión de estar vivas del todo. 

En una esquina hay dos cuadros enormes. En cada uno de ellos, una mujer. No se miran entre sí. Son opuestas, la cara y cruz de una moneda. Seguramente alguien, con criterio, nos las presenta así, unidas y distantes. El blanco contra el negro. El bullicio contra la soledad. La felicidad contra la pena. La austeridad contra la íntima alharaca. La compañía contra el silencio. 

Pero he aquí, que, en una esquina, allá donde no llegan ya las olas del velero, ni las aguas rojizas de Sorolla, ni la mirada de las dos mujeres, sino en un sitio único, diferente, casi perdido, aparece ese hombre, él, el retrato del conde de Villamarciel, ese retrato que persigo desde que lo vi por primera vez y que muestra a un hombre solitario, con los ojos grises, cansados e irónicos. Con una sonrisa apenas tierna. Con un traje blanco, elegante. Con corbatín a juego, las sombras de los árboles. Con sombrero y bastón. Con sortija en el dedo meñique y mano delicada. El conde de Villarmarciel, de Zuloaga, Ignacio. Me roba el corazón, definitivamente.

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