El arte de lo cotidiano
Desde hace algún tiempo tengo en “ellas” mis principales referencias. Mujeres que escriben, podría titularse, por eso, esta entrada. Literatura escrita por mujeres pero no “literatura de mujeres” aunque hay quien se empeñe en calificarla así y aún de convertirla en algo secundario.
Coincidencia o convicción, encuentro en algunas autoras mi espacio literario más sentido, el sitio en el que puedo volcar mis ideas, mis pensamientos y mis emociones, sin temor a que resulten vanas, absurdas, inútiles. Creo que ellas han entendido la dialéctica que entablo cada día con mi propio corazón, ese juego dulce y fructífero en ocasiones y, otras veces, duro y casi inhumano. Sentirse, ser, estar con una misma. Las emociones, ese terreno árido que no conocemos, que nos pueden llevar al precipicio o a la gloria. La vida cotidiana, en contrapunto. Como si fueran dos paraísos distintos y distantes, imposibles de unirse en algún momento.
Yo sé que no es así. Sé que la vida transcurre como un río, con sus meandros y sus momentos limpios. De forma natural o impostada. Libre o tirana. Como si tuviera que escribirse en algunos de los libros que leo. La vida cotidiana, aquí reflejada en estos títulos, se abre paso como si no tuviera forma de contenerse. Mensaje en una botella. El genio de Aladino en su lámpara. Huellas de lágrimas en las mejillas tibias. Sueños que se perdieron. Casi todo.
Creo que fue Ellen Glasgow la que abrió el fuego. Leí de un tirón en un tren “La vida resguardada”, esa suerte de retrato del desengaño matrimonial, esa evidencia de que, al fin, todo acaba, nada perdura. Luego fue Stella Gibbons, con sus aparentes locuras, con esos personajes atrabiliarios que parecen llorar, aunque se rían. Penélope Fitzgerald, hermosa librería. Eudora Welty, ramalazos de historia. Edna O´Brien, magnífico retrato de unas chicas en las que tuve que reconocer, sin más ocultación, una parte de mí que permanece.
Antes de eso, sin embargo, estuvo ella, Agatha. La gran dama del crimen y sus pequeñas cosas, sus misterios, esas células grises y esa vida reflejada en la cuenta del carnicero o en el delantal almidonado de una doncella pizpireta. Y luego, claro está, la gran Edith. Una inocencia perdida hace ya tiempo en el desván de las edades primeras que perdura a cada paso, sin ser ya niña, ni muchacha siquiera. Y Nèmirovsky, Iréne. Cuántas horas en ese sutil espacio de la mente en la que se narran los pequeños conflictos, las historias casi anónimas, el valor y la cobardía mezclados.
Llegar a ella fue fácil. Seguramente entre un amor y otro, en esos días de la vida en que las horas se hacen largas y no quieres mirarte al espejo. Jane Austen en su gloria, en su especial mirada, en su timbre perfecto, en su sonido único y calculado. La vida en grado sumo.
Ahora, después de todo, veo que los encuentros nunca se terminan. Porque hay otra mujer que escribe algo y que me llama a contaros de nuevo que el arte de lo cotidiano es quizá un arma que nunca puede separarse ni convertirse en ascua, porque es fuego. Su nombre, Alice McDermott, su libro “Alguien”. Una palabra solo, pero no únicamente una palabra.
Quizá algún día, alguien, otra mujer, otra muchacha, lea algo que yo haya escrito y encuentre allí alguna razón, alguna pista, de esta difícil realidad que no logramos siquiera entrever cada día.
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