Cuarto y mitad de pollo con ternura
(Plaza de las Flores, anexa al Mercado Central. Cádiz)
El Mercado de San Gonzalo de Triana (la "plaza" para los gaditanos) es un espacio multicolor, variopinto y abigarrado. Paseas entre sus puestos y encuentras siempre un motivo para detenerte, no solamente por la calidad del producto, sino por el encanto de los vendedores y de sus charlas con los clientes. Es un lugar de estancia y no solo de paso. Y lo llamo "la plaza" porque, pasando el tiempo, más vuelvo a mis raíces, más me gaditanizo. Es como esos amores que parecen dormidos pero que, a poco que sacudas las sábanas del recuerdo, aparecen radiantes, enteros, como siempre.
Se han puesto ahora de moda los mercados gourmets en los que la gente, a más de comprar viandas escogidas, puede darse a la conversación delante de un pinchito o de un vermut. Cosa grande esta que han hallado ahora los emprendedores, pero que en mi tierra, en Cádiz y en La Isla y en Chiclana, existe desde antiguo. Entonces lo de emprender era cosa de montañeses recios, gente de Santander que llegaba aquí abajo y se asentaba y descubría el comercio.
Como soy la mayor de nueve hermanos me adjudiqué, entre todas las posibles, y porque no quedaba otro remedio, la noble ocupación de ser la compradora, la frecuentadora de plazas y tiendas, porque era el modo mejor de estar en la calle y no tener que "ayudar" en la casa. De resultas de esa elección me ha quedado un desconocimiento total de los "adornos" que toda mujer debe poseer en el dominio de su hogar, una aversión total a las faenas caseras y un gusto muy especial por frecuentar las "plazas", los mercados, los sitios donde el género aparece dispuesto y está diciendo "cómeme".
Así que he conocido desde chica, quizá nueve o diez años, y convenientemente aleccionada, la "plaza nueva" de La Isla, después de que mi madre realizara con su brío habitual esa presentación a los puesteros: "Esta es mi hija y a ver quién me la engaña". El camino a la plaza, que guardo en mi memoria como una fotografía hecha en color, tenía siempre ganas de jota y bulla. En él hallaba siempre la librería Cervantes y allí me demoraba, de modo que el pescado llegaba hasta a agotarse. "¿De dónde vienes, y las acedías?" "Se habían terminado" "¿Y los boquerones?" "No estaban frescos" "¿Y el lenguado para tu padre?" "Me dijo el pescadero que mejor otro día". Y así aprendí a inventar mil y una excusas por no decir la evidente verdad. Que en una esquina de la librería me acomodaba yo entre tebeos, libritos y revistas y echaba horas y horas que pasaban volando.
A veces, sin embargo, buscaba entre la gente de las "plazas" motivos ciertos para mi escritura. Encontraba señoras que presumían de compra, chicas desesperadas que se quejaban del marido, abuelas presumiendo de fotos de los nietos, tenderos displicentes, tenderos charlatanes, tenderos embusteros....El zoco de la puerta ofrecía lo mejor, las tagarninas tiernas cortadas a trocitos; los camarones en cartuchos pequeños; las coquinas y las bocas traídas de los esteros. Y también, como ahora, las plantas, las macetas, esos ramos de flores que yo compraba sin tener permiso. "Flores y una revista....¿eso es comida?".
Pensaba en todo esto esta mañana, mientras volvía a la "plaza" después de mucho tiempo. Pensaba en todo esto, lo escribía en la cabeza y ahora pulso el teclado....Contad si son catorce y está hecho.
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