El regreso
El agua ha llenado los árboles de pequeños cristales trasparentes y el viento ha arrastrado las hojas hasta el final de la calle, allí donde se cruza con la gran avenida, salpicada de coches, llena de sonidos que te sobresaltan si vas pensando en otra cosa. Una arteria que se llena, cada mañana, de niños con mochilas, de mujeres con maletines de ejecutivas y de tiendas que abren la persiana con un ruido apreciable que vuelve a llenarte de sobresaltos. La calle está muy animada. A pesar de la lluvia y del viento se ven pocos paragüas, porque está especie de tormenta imperfecta ha cogido de sorpresa a casi todos. No es tu caso. Llevas un paragüas azul celeste y rojo que, al salir de casa, has cogido del paragüero de la entrada en un gesto espontáneo y sin pensar.
(Henri Matisse. Pintura)
Nada de esto parece interesarte. Ni el tiempo, tan confuso. Ni la gente, ni el cielo, ni el color de las nubes, ni los coches, ni las aceras que brillan si las miras de lejos, nada parece algo en lo que tú repares. Y es porque estás pensando. Tienes en tu cabeza tan solo unas palabras. Tan solo un sentimiento, una única sensación que ya no se separa, que ya no te abandona. Piensas tan solo en esto y, no solamente, lo vives, lo recuerdas, lo anticipas, lo sientes. La vida parecía que nunca iba a llegarte. Parecía que era eterno eso de estar al margen, eso de ser el margen. Pero no. La justicia poética te ha apartado del todo de ese vacío tan denso que parecía cubrirte. Porque él te ha mirado. Te ha visto. Te ha entendido. Te abraza aunque a lo lejos. Te siente, aunque no pueda cubrirte con sus besos. Lo notas, aunque sabes que queda todavía el tiempo de la espera por tejerse en un manto que solamente él tiene en sus manos.
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