Desde hace mucho tiempo me
vengo encontrando con Ignacio Sánchez Mejías. No sé por qué llegó a mis manos
una edición de sus “Artículos periodísticos”. Un fragmento de ellos lo incluí
en mi libro sobre Manolo Caracol, porque hablaba de Joselito el Gallo,
pariente, como sabemos, del cantaor. Me resultaba muy intrigante su figura, sus
múltiples facetas, su poliédrica personalidad, tan difícil, imposible, de
encasillar, tan independiente, tan rara (en el sentido de poco corriente) en la
España que le tocó vivir. Cuando estuve trabajando sobre el libro que he citado
y también al investigar y escribir sobre el flamenco y las artes plásticas
(sobre todo, en su relación con las vanguardias históricas), volvía a aparecer
la figura de Ignacio, siempre en un telón de fondo complejo y difícil de
definir. Su relación con La Argentinita, la excelente artista del baile y del
cante que ha dejado para la historia del flamenco algunos hitos indudables; su
parentesco con los Gallos (de la casa de los Ortega) por su matrimonio con Lola
Gómez Ortega, la hija de Gabriela; su presencia en las jornadas fundacionales
de la Generación del 27 en el Ateneo de Sevilla, todo ello se me ha antojado
siempre revelador, interesante, digno de profundizar y de conocer.
Afortunadamente, ha llegado a
mis manos hace escasos días un libro que responde a muchas de las interrogantes
que yo me había planteado y que dibuja, de una forma certera, plena, total, la
personalidad de Ignacio Sánchez Mejías. Se trata del libro de Andrés Amorós y
Antonio Fernández Torres, que ha editado Almuzara y que se titula “Ignacio Sánchez
Mejías, el hombre de la Edad de Plata”. Hay libros que se degustan poco a poco,
buscando huecos en el tiempo y en la tarea diaria. Pero hay otros que han de
liquidarse de un trago, porque es imposible dejar de leerlos, y porque, hasta
que no se terminan, no desaparece en nosotros el desasosiego del
descubrimiento. Este último caso es el de este libro que, desde ahora, os
recomiendo a todos.
Aunque solamente fuera porque
su muerte inspiró la más elevada obra poética laudatoria y necrológica (ya sabéis:
Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, de Federico García Lorca), habría que
detenerse en la figura de este andaluz que tuvo la extraña virtud de concitar
apasionados amores y odios hasta la muerte. Odios que no tenían que ver con
militancias y con posiciones, sino con el resquemor que, a los que no lo son,
les provoca el hombre libre. Porque eso era Ignacio Sánchez Mejías, un hombre
libre que, por ello mismo, transitó por todos los campos que su inteligencia,
su ansia de conocer y de volar, quería: hijo de burgueses acomodados, fue
banderillero, torero, empresario, piloto, presidente del Betis, presidente de
la Cruz Roja, presidente de la Unión de Matadores, emprendedor de nuevas ideas
todavía no arraigadas, diletante, amigo de sus amigos, hombre enamorado,
escritor, articulista, dramaturgo, mecenas…En el libro que os cito nos cuentan
sus autores que había únicamente dos cosas que Ignacio quería saber hacer y que
no dominaba: el arte de escribir poesía y el de cantar flamenco. Este hombre
del renacimiento que vivió la Edad de Plata, ese período esplendoroso de la
historia de la cultura y la ciencia de España en el que se concitaron los
astros para alumbrar lo mejor en todos los terrenos, era, según algunos en
grado máximo, un hombre generoso, ecuánime y valiente. Valiente porque defendía
sus argumentos con la palabra, aún en contra de los poderosos, sean cuales
fueran éstos.
Sé que os parecerá mucho
entusiasmo por mi parte, pero os recomiendo que leáis este libro porque su
lectura nos reconcilia, al menos a mí me ha pasado, con la especie humana en
general: hay gente como Ignacio Sánchez Mejías y eso es ya suficiente. Ya lo
advirtió Federico: “tardará mucho tiempo en nacer/ si es que nace/ un andaluz
tan claro/ tan rico de aventura”.
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