Natsumi y el pez
Cumplir quince años es entrar en el
reino del amor. Hasta entonces puedes preguntarte con auténtico interés qué es
lo que se siente, qué pasa cuando te besan, en qué consiste ese cosquilleo del estómago,
leve e impredecible… Pero no habrás tenido la oportunidad de sentirlo, si no
contamos cosas como un devaneo sin importancia, algo carnal y que no puede
confundirse con el verdadero amor.
A los quince años es otra cosa. Así
lo entendió Natsumi, que quiso perpetuar su amor y el nombre de su amado, aunque
éste no ha llegado hasta nosotros. Escribió una carta larga, llena de puntos
suspensivos, palabras entrecomilladas y corazones pequeños y rojos. La leyó
muchas veces antes de doblarla, pues no quería que las palabras expresaran
cosas diferentes a las que ella quería decir. Después de todas esas veces
comprobó que no era fácil expresar lo que sentía pero que, al fin y al cabo,
sólo disponía de esas palabras para combinar y escribir. El tic-tac de su
corazón se convirtió en un monosílabo y las largas conversaciones con ella
misma para preparar su declaración amorosa, en palabras temblorosas y
mayúsculas. Natsumi dibujó su amor en aquella carta, escrita, no lo hemos
dicho, en un papel rosado con relieve y resistente al agua.
La abuela de Natsumi no murió. Tuvo
más suerte que las setenta mil personas que no vieron amanecer el día siguiente
y que las sesenta mil que murieron en las horas posteriores a ese viento turbio.
Pero se asustó tanto que estuvo muchos días sin hablar y sin salir de casa,
porque temía que otra de esas masas ardientes y rojas volviera de nuevo y
terminara por arrasar lo que quedaba en pie. Tampoco quería abrir las ventanas
y perdió la facultad de dormir. Pasados algunos años, cuando se casó y tuvo
hijas, tres, prefería estar en casa antes que salir al aire libre, y allí se
balanceaba en silencio, sentada en el borde de una mecedora, con la espalda
recta y las piernas juntas, relatando a sus hijas, la madre y las tías de
Natsumi, cómo había sentido el olor del aire rojo y caliente; cómo la masa de
aire había barrido el suelo y los barcos junto a la bahía. La abuela de Natsumi
contaba a sus hijas que sus manos, que en aquellos momentos estaban amasando un
pastel, se volvieron rojas del humo, que el pastel se volvió también rojo y que
todo olía a azufre.
Esta historia de otros tiempos la
tiene Natsumi cosida a su piel y, sólo cuando entendió que el miedo no dejaba
que crecieran en ella otros sentimientos, pudo liberarse. Pero antes tuvo que
sufrir, porque no entendía la diferencia entre la noche y el día; no amaba los
atardeceres cuando el sol poniente cae sobre la bahía y no disfrutaba del olor
de los cerezos en flor, allá por marzo. Natsumi tuvo suerte. Podía haber tenido
el mismo destino oscuro que su abuela, sus tías y su madre, pero tuvo un golpe
de suerte.
Un día que estaba especialmente triste entró en Internet. Allí, en el espacio blanco y rectilíneo del buscador, tecleó una frase: “no siento nada, sólo tengo miedo”. No era una frase inventada, ni elegida al azar. Era su frase, la que se repetía a sí misma cada día. Al instante, tras pulsar la tecla grande con la palabra Enter, se desplegaron todas las direcciones en las que aquella frase aparecía. Exactamente quinientas veinticuatro. Las primeras direcciones no significaban nada, una amalgama de palabras sin sentido. Pero, la que hacía el número doce escondía un poema entero.
He aquí el poema que Natsumi leyó:
Hace frío. He encendido la lumbre
He colocado los pies sobre un cojín dorado
La ventana entreabierta me devuelve la luz
Pero mi corazón está desierto.
No siento nada, sólo tengo miedo
Ya lo he perdido todo, no sé dónde encontrarme
Es el tiempo de otros lo que vivo
Para mí ya no tienen dulzura las palabras.
Natsumi leyó el poema una y otra vez. Le parecía haberlo escrito ella misma. Esa ventana está en mi habitación, pensó, junto al pequeño armario blanco que tiene pintadas unas rosas. Por la ventana entra a veces la luz, pero a Natsumi le molesta y tiene que cerrar las cortinas ante la claridad. Porque la claridad descubre el pensamiento y ella no quiere saber que está asustada. Sobre la cama está el cojín. Lleva sus iniciales en color azul y su tela es suave, dorada y transparente, como la del poema. Suya es la ventana, suyo el cojín y, suya también, la soledad del poeta.
Y el miedo.
Natsumi ha leído el poema una y otra vez. Lo ha metido en su memoria como si fuera un resorte. Lo ha repasado, le ha cambiado el tono y le ha puesto música. Natsumi cree que ella ha escrito el poema.
Pero no. Su autor es alguien llamado Edgar Boy. Un canadiense que vive en Londres y que tiene más de sesenta años. Un escritor al que todos admiran. Este poema es su primer poema. Es el poema que escribió cuando nadie conocía a Edgar Boy. Cuando ni siquiera se llamaba Edgar Boy, sino Roman Dublovny. Cuando no era canadiense, sino polaco. Cuando cruzaba Europa, de lado a lado, con su madre, Anna, que arrastraba una pesada maleta. Edgar (o Roman) escribió el poema cuando tenía sólo quince años, estaba asustado y no quería que ningún rayo de luz atravesara el cristal de su ventana. Natsumi no lo sabe pero, después de escribirlo, Edgar o Roman, se sintió liberado. Pensó, esto es lo que me pasa, esto es lo que soy, un pobre muchacho asustado a quien persigue la sombra de la muerte, un vagabundo que arrastra una maleta por media Europa. Guardó entonces el poema en su abrigo y siempre estaba ahí. Lo leía muchas veces, abría el papel arrugado y veía las letras trazadas con mala caligrafía y con una tinta huidiza pero que no se escapaba del fondo. El poema le recordaba lo que sentía y así tuvo ocasión de saberlo él mismo. Le puso nombre a su malestar y estuvo a punto de olvidarlo.
Años después, cuando Edgar (o Roman) se convirtió en un escritor reconocido, echó mano de aquel primer poema y de otros muchos que habían surgido después, en las horas lentas de la tarde, cuando el silencio le dictaba las palabras. Todos los poemas los escribió de nuevo, esta vez en un flamante ordenador portátil, regalo de su esposa. Dudó antes de hacerlo pero, pensándolo bien, decidió editarlos, quizá podrían servirle a alguien, gente asustada como él, gente que pensara que el miedo no tiene solución. Llamó así a su libro “Poemas del miedo”. Se olvidó de él, ahora ya sí, y continuó su vida, libre.
Natsumi no sabe aún nada de esto. Probablemente nunca lo sepa. Únicamente tiene delante esas palabras que ha copiado en un cuaderno con su propia letra, utilizando una lengua que no conoce Edgar Boy. Una lengua diferente a aquella en la que imaginó la redacción de su poema. Leyéndolo, Natsumi se reconoce atrapada en una red invisible. Esa red es la que hace que tiemble, sude o llore; que quiera escaparse cuando, en las tardes de agosto, el mes maldito, la brisa traiga el aroma del mar hasta la parte trasera de la casa, elevándose por encima de la tapia que han levantado, cada vez más alta.
Lo peor de todo es que éste no es su miedo. Es un miedo heredado. El miedo pertenece a su abuela, que estaba en la cocina preparando un pastel cuando llegó la masa caliente que tiñó sus manos de rojo. Pertenece a su madre y a sus tías, que escuchaban el relato de la mujer cansada que se sienta en una mecedora balanceante. Pero no es su miedo. El poema de Edgar Boy la hace pensar. Si logra convertir su miedo en palabras, si logra que ese miedo se quede ahí, la abandone, se sumerja en las palabras y la deje a ella vivir, vivir solamente su vida y no la de su abuela, o de la sus tías, o la vida de su madre, con esas tapias altas que ocultan la luz y el sonido de las olas…si logra que su miedo, ese miedo prestado, que no es suyo, se quede sujeto a las palabras, quizá, entonces…
Natsumi tiene la cabeza baja y se muerde los labios. Está nerviosa. Ha arrancado decenas de hojas de esa libreta con pastas coloreadas que su padre le regaló hace unos días. Ha escrito con tinta azul unas palabras que quieren tener algún sentido. Las palabras están en el suelo, arrugadas, moviéndose sobre las hojas rotas de la libreta. Así, han pasado las horas y los días. Horas y días largos, silenciosos y expectantes. Entonces, una vez, Natsumi comienza a escribir.
He aquí el poema que Natsumi escribió:
Tenía el corazón asustado y las manos encogidas.
No encontraba un camino por el que hundir los pies.
Era de noche y el sol también estaba oscuro.
Las hojas de los árboles no tenían sonidos.
No sentía nada, sólo tenía miedo.
El miedo me ha acompañado tantos años.
Ya no sabía vivir sin su presencia eterna.
Pero un rayo de luz atravesó el poniente.
Unos días después de escribir esto, Natsumi puso nombre a las cosas. Escribió “bomba atómica” donde antes ponía “masa ardiente”; buscó en los libros de Historia y halló el significado de esos dolores viejos; descifró el crucigrama de su desazón: tanto de miedo, tanto de cobardía, tanto de nostalgia, tanto de incertidumbre. Luego, fue a ver a su padre. Éste se sorprendió: nunca había tenido la alegría de que su hija cruzara las calles y llegara hasta el Majestic Hotel, junto a la bonita bahía de Nagasaki, en la unión de los dos ríos. El padre, que había sido siempre poco más que una sombra, no le dijo nada pero sonrió y la llevó a conocerlo todo. Así Natsumi trató por vez primera a la gente del hotel y se acostumbró a comer en la cocina.
Hace de esto algunos años. Lo he contado ahora para que entendáis que Natsumi ya estaba preparada para vivir. Por eso, a los quince años justos, conoció el amor. De éste no sabemos su nombre, ni el perfil de su rostro, ni su edad, salvo el rastro que deja en los poemas que Natsumi sigue escribiendo. Unos poemas que ya suman interminables hojas y que se guardan en la casa, esperando que llegue el momento de que otros los lean.
Natsumi ha escrito esa carta y la ha guardado en el sobre y se ha dirigido al mar. Ya habéis leído esa parte de la historia.
Natsumi ha metido el sobre con la carta en un globo. Es un globo rojo y alargado que ella misma ha inflado con toda la fuerza de sus pulmones. El sobre va dentro del globo y el globo apenas pesa, a pesar de lo cual se hunde en el agua cuando Natsumi, desde el embarcadero del hotel, lo lanza al mar. Una ola lo cubre en ese instante y se pierde en el fondo. Desaparece de su vista, no queda nada visible del globo, ni de la carta, ni del mensaje que lleva en ella, el que Natsumi ha escrito a su amor, el de los quince años. Adiós, adiós, piensa Natsumi, viendo el balanceo de las olas, adiós, llévate mi corazón hacia mi amado, llévale esta carta, haz que la encuentre, haz que no me olvide…
¿Y el pez?
El pez se tragó el globo que contenía la carta. Así, la carta no llegó a su destinatario, el amor de Natsumi, sino a Kiotsi, de treinta y tres años, que pescaba en el Pacífico. El pez que pescó Kiotsi era un rodaballo y, al abrirlo, encontró algo rojo y viscoso, el globo, y, pegado, el papel impermeable que contenía la carta.
Kiotsi la leyó y deseó que fuera dirigida a él. Nunca ha conocido a Natsumi. La carta es su tesoro.
FIN
Fotografía: Natsumi Hayashi
Texto: Caty León
Premiado en el Concurso de Relatos sobre la Mujer del Ayuntamiento de Tomares
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