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Regalar libros

        

  

Todos los años, cuando llegan los días previos a la Navidad, insistimos en lo importante que resulta incluir libros en nuestras compras de regalos. En realidad, un libro resulta mucho más barato que cualquier objeto electrónico o de vestir, con la ventaja de que te acompaña toda la vida. Los libros no caducan, no se estropean sus mecanismos, no se quedan antiguos, no te quedan pequeños por problemas de talla. Un libro es una inversión a largo plazo. Te proporciona momentos de alegría y distracción, lo que no es poco. Si, además, es de esos libros que te gusta conservar contigo siempre, puedes releerlo. El placer de la relectura, con esa anticipación gozosa de lo que vendrá, es agradabilísimo. Si no lo relees, siempre puedes guardarlo en tu biblioteca, incluso regalarlo a alguien, prestarlo, donarlo, revenderlo, por qué no...

La relectura, ahora que hablamos de eso, es una actividad curiosa. Hay libros que relees enteros y por su orden, esperando llegar al final ansiado, que tan buen sabor de boca te dejó. Eso me ocurre, por ejemplo, con las novelas de Ágatha Christie, cuya relectura me ha ahorrado no pocos momentos de sinsabores, de angustia o de ansiedad. Si tienes un problema, ese rato sumergida en los misterios de la campiña inglesa, adobada de crímenes y personas que toman pudding o beben un té fuerte, puede salvarte el día. No obstante, hay relecturas selectivas: solamente relees algunos pasajes, o vas a buscar esas páginas en las que, no sabes por qué motivo, hay cosas que te llaman y que te llenan. Eso me ocurre, por ejemplo, con los libros de D. H. Lawrence. La relectura de determinados pasajes de "Mujeres enamoradas" (por ejemplo, la escena de la boda de la hermana de Gerald Crich, con su visión  paralela de una realidad dual, la de los mineros de las Middlands y la de los burgueses ricos), es algo que me causa siempre una satisfacción que parece nueva. La relectura de la poesía es mucho más lógica. De cualquier libro de poemas siempre hay algunos que son más tuyos, que te han hecho vibrar más, que los entiendes mejor, por alguna razón desconocida.

Y ahora, para los padres: no sé si estaréis de acuerdo conmigo en la felicidad que produce que tus hijos lean aquellos libros que tú leístes antes. Ese diálogo que se entabla, a partir de la lectura transitada por nosotros, con los chavales, no tiene precio. Comprenderás cosas que tú mismo no viste y ellos abrirán un poco más los ojos. La lectura compartida con los hijos es una de las cosas que más y mejor nos pueden hacer felices.
Y lo mismo puede decirse del maestro, del profesor, que pone delante de sus alumnos algo, alguna obra literaria o fragmento que, antes, otro maestro o profesor, le puso a él. Esos profesores que se quedan en nuestra retina y que vuelven cuando somos mayores, en forma de frase recordada o con cualquier otro detalle. Por ejemplo, estos días pasados vagabundeaba yo por Internet cuando, de pronto, encontré noticia de mi viejo catedrático de Latín del Instituto, Don Alberto Agudo Luengo. Había sido para mí un profesor extraordinario, serio pero con el sentido del humor que te da la inteligencia y la vida. Nos enseñaba un Latín con vida, como si fuera una lengua viva, con unos romanos que formaron parte de nuestras vivencias escolares y de los que todavía recuerdo pensamientos y anécdotas. Pues bien, Don Alberto Agudo Luengo, que también fue el único director que conocí en mis años de Instituto, resulta ser una persona de apasionante biografía, represaliado tras la guerra, amigo de Don Antonio Machado, fundador de centros educativos desde el ostracismo, animador de la vida académica de mi pueblo, San Fernando, durante años. El pueblo le ha pagado, eso sí, de dos maneras muy distintas: con el cariño y el recuerdo permanente de los que fuimos sus alumnos de Letras (minoritarios pero selectos), y con la desidia y la ignorancia de quiénes se negaron a poner su nombre a un Instituto, quizá por desconocimiento o por sabe Dios qué circunstancia adversa.

Volvamos a lo nuestro. Regalar libros. La mejor inversión de futuro. Y sin índices a la baja, ni deudas públicas, ni Ibex 35, ni agencias de calificación. Libros.

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