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Paisaje de almendros con Ronda al fondo


La primera vez que visité Ronda tenía dieciséis años y estuve allí quince días en unas colonias escolares. En el tiempo de descubrir la vida conocí el pálpito de la ciudad y la recorrí una y mil veces por caminos que no se han olvidado, a pesar del tiempo transcurrido. Desde Santa Teresa, bajando por una calle de piedra llena de casas solariegas con escudos, el camino se abría en dos direcciones: una, la derecha a la zozobra silenciosa de la Ronda antigua, con pequeñas plazas recoletas, iglesias de enormes portalones oscuros, torres calladas y rincones llenos de arriates y plantas aromáticas. La otra, a la izquierda, al bullicio comercial, a la zona turística y plena de luz de la plaza de toros, del parque y de los restaurantes de postín. Siempre supe cuál de las dos era la dirección que mis pasos iban a tomar siempre y, si me conocéis un poco, estoy segura de que también vosotros la habréis adivinado. 

El tiempo no pasa en vano. Descubres un día ante el espejo que los años han arañado tu piel. Que eres lo que eras pero de otra manera. Incluso no eres capaz de recordarte, de traer delante de ti la vivacidad y la sorpresa de los años primeros. En esos momentos de los dieciséis, Ronda se entreabría con la ilusión de la mirada primeriza, con un eco cálido y a veces sudoroso, con mil esplendores que yo no había saboreado y con huellas que nunca han dejado de tener su sitio en mi biografía. Ahora, ya lo supondréis, Ronda es otra cosa. Siendo la misma se muestra de manera distinta. Porque ella ha cambiado con el paso del tiempo, con los soles, los días y los turistas que la invaden y porque mi mirada ha dejado de tener la brillantez de esos amaneceres. 

Sin embargo, estos días, he comprobado que el silencio sigue estando en el mismo lugar de entonces. Que las plazas vacías están donde las dejé. Que el espacio rectangular y romántico hacia el que se asomaba mi ventana es el mismo, conservando ese aire antiguo y reposado que, sin yo saber, eché de menos en tantas ocasiones. Esos lugares de la margen derecha son el paisaje de entonces y el de ahora. Porque no es ahí donde las modas han impuesto su feroz dictadura y porque allí se mantiene un acuerdo tácito de dejar que las horas transcurran lentas a pesar de todo. 

Pero las piedras que contemplaron mis ojos tienen otra luz nueva. Una luz que está matizada por dolores que antes no existían, por ausencias, por sentimientos nuevos. Tú, que estuviste aquí, conmigo, recorriendo estas calles, estás en no sé qué espacio oscuro o claro, quién lo sabe. Y yo, ya no me recuerdo como era entonces. 

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