Demasiado tarde para entenderlo todo


 La niña que fui me interpela a veces, hace preguntas incómodas y no da ninguna respuesta. Se sitúa frente al mar con los pies descalzos y ve pasar las tiernas olas y ve moverse la arena, mientras que ella no se mueve, ni siquiera un leve balanceo. Huele a salitre, a océano y, en la distancia, a sombrillas y filete empanado. Pasea solitaria por la orilla, de un lado a otro, mirando hacia delante y, de vez en cuando, se para a contemplar el horizonte, y delante no hay nada, solo la enorme extensión de agua azul-verde, gris azulada, azul-gris. La niña que fui me produce pena. Ella aún no lo sabe pero le quedan lágrimas por derramar y en su ignorancia, da saltos y canta canciones de amor y se ríe con ganas, porque la niña, entonces no sabía nada de sí misma. Si da la espalda al agua entonces la arena tiene el aspecto de las dunas de un desierto, no hay edificios, ni duchas, ni chiringuitos, ni hay nada que no sea el rayado ulular de las sombrillas cuando salta el levante. La niña surge en sueños cuando echo de menos el mar. La veo sentada en el suelo, con su bañador rojo de estrellitas, y tiene en la mano un cubo y una pala, y dentro de la pala una colección de piedras raras, de piedras blancas, de piedras con forma de animal, que colecciona y busca en la inmensidad de la playa casi desierta. Es sugestivo verla aunque las preguntas que me hace no tienen respuesta y las dejo caer al suelo, al lado de la cama, cuando la noche se hace intensa y dura, cuando el calor no te deja dormir y quieres notar la azul humedad de la arena de tu playa de entonces, de tu mar de todos los tiempos, de tu océano resplandeciente y cuajado de historias por contar. 

/Pintura de Sorolla/

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