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Fue la gloria


(Granada. Plaza de los Aljibes. Universo Lorca)

 Seas de la ideología flamenca que seas (y hay varias) no puedes obviar una realidad incontestable en la que pocas veces se incide, aun siendo totalmente cierta: el balance más positivo, espectacular y verdadero del Concurso de Cante Jondo de Granada que se celebró en 1922, fue el nacimiento a la luz de los públicos de una figura que llenaría horas de flamenco a partir de entonces: Manolo Caracol. En aquel tiempo su edad lo convirtió en el Niño Caracol, pero no fue uno de esos “niños” efímeros ni tampoco de esos fandangueros similares que pueblan el devenir de este arte, sino una personalidad colosal, nada menos que el eje de una escuela de cante que perdura con total vigencia en nuestros días a través de otro genio que le dio al caracolismo “una vueltecita”: Camarón de la Isla. Dos heterodoxos. 

En junio de 1922, fecha de la celebración del concurso, Caracol estaba a punto de cumplir los trece años, pues nació el 7 de julio de 1909, según consta en su partida de bautismo que se conserva en el Archivo Parroquial de San Lorenzo Mártir, en Sevilla. Un adolescente que, como muchos otros nacidos en entornos familiares parecidos, era aficionado al flamenco y a los toros, manifestaciones ambas que en su familia directa se vivían con intensidad y estaba dando numerosas glorias. El ambiente del barrio en el que nació, la Alameda de Hércules sevillana, estaba a tono con esas aficiones. Realmente, el Niño Caracol no podía ser otra cosa que torero o cantaor. Y fue esto último gracias a un privilegiado instrumento, su garganta, que lo acompañó siempre. 

Pocas veces se pondera el privilegiado entorno cultural en el que Caracol se dio a conocer. El Concurso de Granada, que concitó casi tantos detractores como entusiastas, fue un trampolín definitivo para su carrera, que pasó de la nada al estrellato. Hoy nos puede parecer prematura esa actividad profesional en un chaval de esta edad, pero las cosas entonces eran muy distintas. Con la edad de Caracol los muchachos trabajaban en el campo, el mar, la construcción, los oficios diversos. Lo que no era tan normal era hallar a alguien con tanto conocimiento del cante y con tantos recursos. Quizá no haya que dejar de considerar el papel de su padre, Manuel Ortega Fernández, Caracol el Viejo o Caracol el del Bulto, que era de Cádiz y pertenecía a la casa de los Ortega, tan repleta de artistas en todas sus manifestaciones: cantaores, bailaores, guitarristas, toreros, recitadoras, banderilleros, un verdadero recital de arte en un mismo apellido, con interesantes añadidos por razón de matrimonio. El árbol genealógico de Manolo Caracol daría para un libro. 

De modo que fue el encuentro entre un muchacho de voz única y sabiduría precoz y un evento en el que todo parecía conjurarse para llegar a ser un referente en la historia del flamenco. Los organizadores (Falla, Lorca, Cerón, Zuloaga, Manuel Ángeles Ortiz…) y toda esa constelación de nombres que los apoyaban, pusieron tantos esfuerzos en aquella especie de locura, que alguno terminó decepcionado, como Manuel de Falla, que mostró su cansancio de tanto trámite y tanta burocracia. Se generaron anécdotas de todo tipo procedentes del encuentro original entre flamencos e intelectuales. Y hubo también cosecha escrita: tanto el opúsculo sobre el cante jondo que escribió aunque no firmó el propio Manuel de Falla, como la conferencia de Lorca o los ríos de tinta que los periódicos fueron publicando antes y después del concurso. 

El triunfo de Caracol fue la mejor cosecha artística de aquello, porque los demás ganadores y participantes (trabajito les costó encontrarlos según las bases del concurso) quedaron orbitando en el mundo de los aficionados y, aunque meritorios algunos de ellos por su esfuerzo y por sus destellos de sabor añejo, ninguno pudo alcanzar el grado de excelencia que Manuel Ortega Juárez logró en su carrera, larga carrera y fructífera carrera que entonces solo se adivinaba. Y gran cosa fue que su padrino artístico fuera, nada más y nada menos, que el Papa del cante, el gran Don Antonio Chacón, que le dio una especie de alternativa, a la par que lo avaló, después de escucharlo cantar, para que participara en el concurso. Con Chacón acaba la época de los cafés cantantes y con Caracol se consolida la de los espectáculos de masas, que atraían la atención de un público diverso que no estaba dentro de la élite de selectos oyentes que tenían al flamenco como un rito. Las puertas del flamenco se desbordaron. 

Los objetivos del Concurso de Granada, en realidad, no se alcanzaron. Ese empeño tan ingenuo de los artistas e intelectuales que buscaban la pureza de un flamenco anclado en el pueblo y al que la profesionalización de los cafés cantantes había dañado,  terminó dándose de bruces con la dura realidad: ni existía la fuente de lo jondo y, si había agua en alguna fuente estaba en las manos de los profesionales, que eran los que conocían los cantes, los que los matizaban y recreaban y los que han sostenido el flamenco desde que este existe. La palabra “profesional” tan denostada, en realidad se reforzó después del concurso de Granada, apareciendo incluso “profesionales de los concursos”, proliferando cantes que no se tenían por jondos y asistiendo al auge de la ópera flamenca, con todo lo que supuso de mixtificación y de, no lo olvidemos, abrumadora asistencia de público (que pagaba su entrada) en los espectáculos. Puede decirse que es la puesta de largo del flamenco exterior. Una enorme paradoja que no le resta grandeza al empeño ni valor a sus promotores. 

Desde Granada, Caracol comienza a actuar en cosos importantes, primero al calor del propio concurso y después en compañías que encabezaban grandes artistas. Pronto él mismo fue cabeza de cartel y pronto comenzó a innovar, a tomar cosas de aquí y de allá (“cositas buenas” como dice el genio Paco de Lucía, otro creador admirable que también tuvo que sortear incomprensiones), a pisar terrenos diferentes, a producir espectáculos que daban un paso adelante en las formas estéticas y musicales del flamenco. La grandeza de Caracol está muy en consonancia con esa versatilidad única que lo hacía tanto un cantaor de aficionados, de cuartito, de espacios pequeños (ay, cuando venía hasta San Fernando y dejaba su garganta en las noches tan largas de la Venta de Vargas…), como de grandes escenarios, de estampas teatrales, de espectáculos variados y, dando un salto mortal, de películas. El cinematógrafo, la nueva gran afición de los jóvenes en la postguerra, vio las posibilidades dramáticas de Caracol y las aprovechó con sabiduría, contribuyendo así a que el flamenco (y también la copla) compitieran en el gusto de los jóvenes con las nuevas músicas que llegaban de Italia. 

La presencia imponente de Caracol en el escenario no solo tenía que ver con sus cualidades vocales, con su corte de voz tan especial, sino también con su forma de moverse, su vis dramática, su estilo poderoso y su buen ojo a la hora de elegir repertorio. La creación de las zambras flamencas fue todo un hito en su carrera, pero eso no significó nunca, como sus detractores han intentado decir, que dejara de lado el resto del flamenco, todo el flamenco. Como hacía tanta gente, creó su propio fandango, inspirado en el de El Almendro, pero lo cantaba todo y todo lo cantaba bien. Sin duda, una de esas personalidades únicas en las que se concita lo mejor del genio y del ingenio. 

La conmemoración del centenario del Concurso de Cante Jondo de Granada en este año de 2022 debería servir, a su vez, para poner en valor la figura de Caracol en lo que significó y en lo que sigue significando. Su escuela de cante, que se intentó dejar de lado ante la pujanza, desde mediados del siglo XX, de la ideología mairenista, protegida a todos los niveles, experimentada al máximo y apoyada por una fuerte base teórica que se quedó escrita, es la escuela de cante que hoy perdura con mayor fuerza, la que, partiendo de una depurada técnica abre el camino a la expresividad más absoluta; la que toma el flamenco y lo hermana con otros sones, sin que exista discordancia alguna; la que es capaz de presentarse ante grandes públicos y ante pequeños reductos, proporcionando la misma emoción intensa, la misma honda sensación de que un milagro se produce entre el cantaor y el oyente. 

Allá en la Venta de Vargas tuvo lugar en su día, un día indefinido, desconocido y sin previo aviso, el traspaso de poderes sin ceremonia, de la misma forma que se hizo en Granada en 1922. De Chacón a Caracol, de Caracol a Camarón, casi tan niño uno y otro. El cante de Caracol recogía el legado flamenco de su propia familia y todo aquello que había aprendido y, lo mismo que Camarón, lo inconfundible de su voz hacía el resto. El virtuosismo flamenco, que algunos llaman en forma despectiva “enciclopedismo”, tuvo en ellos una alta representación. Son, a la vez, el ejemplo del genio autóctono y del aprendizaje por transmisión. 

Esa continuidad en el legado flamenco es la que produce frutos incontestables. Nada se destruye, todo se modifica, todo se agranda y enriquece. Los cimientos continúan siendo fuertes y poderosos, pero cada vez más llenos de creatividad, de nuevas opciones, de formas que atraen la sensibilidad del público de una forma total.  Eso es el flamenco al fin y al cabo. Su historia se escribe a partir de las genialidades y de las emociones. Por eso, la historia del Niño Caracol es uno de sus capítulos más asombrosos. 

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