Todo al azul
(“Breakfast in the Garden”, Leo Putz)
Soy la mayor de seis hermanas y mi madre era la reina del impresionismo. Tenía una especial diligencia en buscar y hallar colores que nos sentaran bien. Observaba nuestro color de piel, nuestra forma de andar, nuestro cabello y nuestra sonrisa, los elementos que, a su juicio, tenían mayor peso en la estética de las seis. Y seleccionaba los colores de que nos íbamos a vestir para realzar esas cosas que la naturaleza ofrece y los humanos estamos obligados a potenciar.
A mi hermana Estrella siempre la vestía de blanco. Resplandecía con sus ojos oscuros y profundos, su larga melena lisa y su delgadez, que no era enfermiza sino muy atlética. Era una andarina fantástica y sacaba buenas notas en educación física, cosa que a las demás nos costaba un montón. En cambio, a Eugenia el color que mejor le iba, según mi madre, era el rojo y sus variedades, entre ellas el coral. Era muy coralina, muy del fondo del mar, muy marinera, con un buen anclaje en la vida y una superior disposición a mantenerse a flote en el atlántico, nuestro pequeño mar tan adorado. Por eso se casó con un marino y daba a luz, alegremente, en el puerto que le tocara.
A Clara le aconsejaba siempre que su color era el violeta, las gamas de lilas, lavandas, como si estuviera predispuesta a dejarse seducir por un joven francés que viniera de Provenza. Ella es muy viajera, eso sí, recorre el mundo como si fuera el salón de su casa, y tiene siempre con ella algún recuerdo de esos viajes. Recuerdos intangibles pero ciertos: una mirada, una servilleta de papel, un dolor de cabeza, un encuentro.
Con mi hermana Beatriz siempre hubo problemas. No se adaptaba demasiado a los gustos preconcebidos de mi madre y se empeñaba en ir de negro, cosa que nos horrorizaba a todas. No era Edith Piaf ni era existencialista, tampoco la Greco, entonces ¿a qué venía esa simpleza tan poco agradable a la vista?. Por fin cayó en las redes de los verdes, verde mar, verde hoja, verde aguamarina, verde azulado, verde pistacho, verde aguacate. Quizá porque se hizo vegetariana y esto le parecía muy acorde con esa filosofía que aprendió de un programa de la tele.
Azucena es la hermana pequeña y la que siempre viste de grises. Es más seria, dispuesta, sensata y educada que el resto de nosotras. Son grises azulados, grises tirando a topo, grises tirando a beiges, grises amarronados, grises extraños, grises casi blancos, grises verdosos. Indefinición, indiferencia, indigestión, a base de pasteles que, ellos sí, no son grises, sino enormes cúpulas de nata con fresas. El lino y el gris han sido su territorio mucho tiempo.
Conmigo mi madre no acertó al principio. Se empeñó en que yo era una niña de rosa, porque me gustaban las muñecas (y me gustan) porque soy cándida, inexperta, liviana y nada parlanchina. El rosa, los rosas, el fucsia. Me casé una vez de rosa, aunque el gran lazo era verde, como si Coco Chanel hubiera copiado los colores de un cuadro impresionista (eso era ella, ya lo he dicho, una gran impresionista llena de originalidad). Tuve jerseys rosas, vestidos rosas, lazos rosas en la cabeza. Rosa, rosae, rosa. Pero un día me di cuenta de que mi madre se equivocaba. De que mi color no era el rosa. Y me sumergí entonces en el dorado azul. El azul penetró en el armario y ahí sigue. Todos los azules, el azul, el azul que amanece, el azul que se tiñe de rojo en el crepúsculo, el azul de los cielos tan azules, el azul de mi mar y del tuyo, el azul de unos ojos, el azul de los rotuladores con que escribo, el azul cerámico de las calles y los rótulos. La segunda vez me casé de azul, y los lirios eran azules, el vestido azul, el chal azul y transparente, y esa sí, esa boda fue bien. Acerté con el color y el novio. Todo al azul.
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