Los afectos
(Edward Weston fotografía a Tina Modotti)
Hay gente que conserva los afectos. El paso del tiempo y las nevadas, los fríos del invierno, el abrasador verano del sur o la humedad de la playa, nada de lo que pueda uno considerar incómodo, hace mella en esa gente que sabe conservar los afectos. Los cuidan como si se tratara de una caja dorada, traída desde lejos, guardada en paño ocre y llena de simientes de flores extrañas. Los consideran una prueba de que el amor y el dolor se dan la mano y escriben con ellos el itinerario de las horas y de los días. La gente que conserva los afectos tiene la rara cualidad de entender dónde está lo humano y dónde lo imposible. En pocas ocasiones tiene que defenderse del exterior, porque lo de fuera está cerca de lo más oculto y se mezcla con las mismas ansias.
No soy una de esas gentes que conserva los afectos. Más bien los dilapido. Tengo la capacidad innata de bloquearlos y de lanzarlos al vacío. Los diluyo en alcohol o en un líquido inodoro, incoloro e insípido que no se llama agua. Los destruyo. No soy una de esas gentes que conserva los afectos. No he aprendido a hacerlo, no he recibido clases de ternura, no de nostalgia, no de comprensión. Es así y observo a los otros con curiosidad que no termina nunca. Es un ejercicio tan simple que llama la atención. Una forma de borrar las cosas que estorban y que, al contrario que los afectos, no soy capaz de lanzar al espacio como una flecha en el bosque de Sherwood.
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