Leer es lo más
Leo esta mañana de noviembre, fresca, transparente y luminosa, un artículo de Julio Llorente en Vozpópuli que se titula: Leer está sobrevalorado. No sigo habitualmente lo que escribe Llorente de modo que no puedo saber si es una boutade momentánea o una postura sistemática. El artículo lo ha retuiteado alguien en Twitter y el título me ha hecho leerlo. Desde el inicio ya estaba dispuesta a criticarlo porque el título es uno de esos títulos más propios de youtubers de salseo que de un periódico, una forma de trincar lectores como sea, una excentricidad que luego se quiere justificar con el texto. Ocurre a veces con los articulistas. Les viene a la cabeza una frase y con ella construyen un artículo que está al servicio de esa genialidad. En este caso la excusa de la genialidad es otra frase previa de Fernando Sánchez Dragó, un señor al que tampoco leo ni sigo por razones obvias relacionadas con que hay cosas de las que me alejo por salud mental. Ni uno ni otro, ni Llorente ni Dragó, me interesan de entrada. Pero aprovecho el título y el desarrollo del artículo para oponerme con todas mis fuerzas. Leer no está sobrevalorado, más bien están sobrevalorados algunos articulistas.
Creo que la imagen de Hopper ejemplifica bien lo que quiero decir. La mujer que está sentada sola en el vagón de tren, con papeles en la mano, no está leyendo un libro sino cualquier informe o cualquier catálogo pero esos papeles son la luz, la lámpara que ilumina la escena, sin luz natural ni artificial, porque la pequeña lamparilla superior está apagada. Nadie como Hopper para crear luces inventadas, para dotar a sus escenas de la vida interior de sus personajes. Son esos papeles los que dan luz a la mujer y a su entorno, esos papeles que, digan lo que digan, son lectura. En muchas ocasiones hace lo mismo y sitúa a las mujeres en soledad con un libro en las manos. Creo que sabe que el libro es el antídoto de la soledad que todos conocemos desde que tuvimos la suerte de acercarnos a él. Ningún articulista con ganas de llamar la atención romperá ese vínculo.
Ese libro, cualquier libro que te guste leer, es una especie de suave abrigo que te cubre ante la intemperie. Leer es lo contrario de andar al aire libre sin camisa o sin gente. Es estar cubierta de una manta de sofá, calentita y cómoda, que, en los días desapacibles, te arropa por poco dinero. No es un artículo de lujo sino de necesidad, una especie de bálsamo. El viento de levante que soplaba en mi azotea desaparecía al conjuro de los libros. Me sentaba en una de sus esquinas, resguardada y segura de que allí nadie me interrumpiría, y entraba en los salones donde Karenina bailaba con Vronsky, me acercaba a la orilla del Mississippi para escuchar los gritos de la tía Polly llamando a Tom Sawyer, temblaba con el encuentro de Connie Chatterley y el señor Mellors, o descubría un cadáver en la biblioteca. Cuando el viento era sur y llegaba la lluvia, entonces ocupaba un hueco del sofá y allí desaparecía el mundo exterior porque aparecía, suntuoso, cualquier drama de Shakespeare o los versos desesperados de nuestro poeta, el de Orihuela, eterno.
El verano traía el desdoblar de páginas de libros; las vacaciones de Navidad traían libros de regalos; los amaneceres me encontraban terminando a todo correr el libro del día anterior. Los viajes en tren proporcionaban la sorpresa de una lectura sin interrupciones. Y en las estaciones, en los quioscos, los libros se ofrececían tranquilamente, una maravilla de hallazgo, una suerte. Leer es lo más. Eso pensaba Hopper. Por eso pintaba a esas mujeres leyendo, nunca solas, nunca en la oscuridad, siempre con las páginas abiertas y los ojos puestos en las letras. Un oasis frente a las inclemencias de la vida, de cualquier vida.
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