El chico de la calle Goya
Créeme si te digo que no era la primera vez que me pasaba. Ocurrió en Bilbao, también en Sevilla, otro día en Baeza y esta que relato, en Barcelona. Debí ser una muchacha guapísima pero yo no lo sabía y, además, no quería aventuras y era muy provinciana y bastante tímida, de manera que estas cosas me asustaban más que halagarme. Pero sucedían de vez en cuando y eran muy curiosas. De todas ellas me queda una sensación de haber sido mala con los chicos y una curiosidad total sobre qué habría pasado si hubiera accedido a eso tan sencillo que ellos pedían: no desaparecer de sus vidas, seguir existiendo de algún modo para ellos. El chico de Sevilla fue el más expresivo. Parecía que estaba a punto de llorar, aunque no fue pesado ni insistió tanto como para asustarme. Más bien estaba convencido de haber perdido su oportunidad. Y el de Bilbao era gracioso y ocurrente pero tiró la toalla porque algo debió verme en la cara. En Baeza optó por escribir poemas y me los regaló el última día del curso, porque tenía, al menos, la ocasión de verme cruzar todos los días el camino hasta Jabalquinto. Pero en Barcelona, allá en la calle Goya, el muchacho llevaba una barba agradable y el pelo largo y muy brillante, bonito, no esos cabellos desagradables y a medio lavar, sino atractivos. Se parecía, ahora que lo pienso, a Bradley Cooper haciendo de Jackson Maine pero de joven. Yo tenía menos de veinte años y el estaría en los veintitantos. Qué mirada tan profunda, cómo la recuerdo todavía. Ahora me gustaría saber qué ha sido de él, a qué se dedica, qué fue lo que le llevó a hablarme en medio de la calle, sin previo aviso y a asegurarme, con pasión, que no quería renunciar a seguir viéndome, por favor, que no quería perderme sin haberme siquiera conocido. Extraordinario.
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