Días de árboles rosas
A la ciudad le habían robado el mar. No se podía distinguir a simple vista desde las avenidas, o las plazas, las calles o los blancos escalones de entrada a las viviendas. Tenías que subir a los altos campanarios, otear el horizonte desde las azoteas, sortear el verdín de las espadañas, distinguir el perfil de los miradores. Le habían robado el mar sin previo aviso y sus habitantes no tenían claro si eran una isla, un fortín, un despropósito, una ciudad armada hasta los dientes, un reclamo de algo que nadie pretendía, un paraíso imposible para los extranjeros, un reino inacabable mezclado con harina.
El patio del colegio tenía árboles rosas. El rosa del almendro se extendía por esa superficie inmaculada a los ojos de quienes ya nunca serían adolescentes. Los niños adoraban esos árboles. Nunca molestaban el crecimiento de sus pequeñas hojas y en ellos los pájaros construían nidos que nacían y morían eternamente.
La madre con la niña paseaba la ciudad de un lado a otro, sin hablar, en silencio, moviendo así las manos, con los ojos abiertos, con los ojos prendidos en el suelo, en el cielo, en los enormes edificios blancos, en los remates azules de las casas, en el sonido de la campana hueca de la iglesia, en el volar de las cigüeñas mansas y elegantes que surcaban el cielo a cada paso. A veces la niña se enfadaba y andaba para atrás. La madre entonces lanzaba una sentencia: Esta niña tiene la cabeza a pájaros. Los pájaros de los árboles rosas.
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