Alicia y Dufy

 



Raoul Dufy fue un descubrimiento. Encontré un mundo nuevo cuando estudiaba Arte. Era lo contemporáneo. Acostumbrada como estaba a que todo acabara en el siglo XIX con los impresionistas, que lo revolvieron todo y llenaron los libros de amarillos, mostazas y plein air, aquello era algo distinto. Porque luego llegaron las vanguardias y ya de eso no nos enterábamos si no íbamos a la universidad a estudiar Arte. No sé de dónde procede mi atracción por esta pintura que otros califican de "sin control". Y Raoul Dufy fue uno de los reyes del mambo en esos años y sigue siéndolo. Así que nos plantamos en Madrid, en mayo de 2015, para ver su exposición en el Museo Thyssen. Pocos viajes más placenteros, pocos días más especiales, pocos tiempos más felices.



Aunque Dufy fue el centro de todo en aquel viaje, hubo más. Para empezar unas almohadas tan suaves y tersas que te invitaban a dormir. Fue la primera vez en años. Dormir sin preocupaciones, dormir tras cansarse, dormir tras recorrer la ciudad, dormir tras reírte sin parar, dormir, dormir, dormir. Almohadas tiernas y blancas, olor a manzanas y a mi perfume de esos días, el pijama de corazones, los corazones libres. Dormir, dormir, dormir. Después, comer. Comer con ganas después de mucho tiempo de comer por compromiso. Tener hambre, beber una cerveza, reír con la cerveza en la mano, tomarse un bocadillo, cenar en un italiano, desayunar en un lugar que, bendito sea, no recuerdo su nombre pero sí el sabor de la mantequilla y del café reciente. Comer sin asco, comer sin miedo, comer sin susto, ser libre. Y luego, andar. Enfilar la calle, subir una cuesta, pasar por los escaparates mirándolo todo, visitar una plaza y luego otra, sentir el fresco de la tarde, comprarte una cazadora en las rebajas, contemplar un hermoso edificio, mirar una y otra vez la vida, estar en la enorme plaza rodeada de gente, reírte, reírte, reír, reír. Por primera vez en mucho tiempo. 


Dufy y Alicia. Recorrer el museo y comprar chucherías, comprar el catálogo y cargar con él por toda la ciudad, porque pesaba mucho pero eso no importaba. Las botitas rojas y la cazadora vaquera, el jersey celeste, el jersey rosa, la cazadora fucsia y los ojos pintados con una rabillo azul. Las risas. Alicia y las risas. Amistad. Después de tanto tiempo. Confidencias. Historias larguísimas que se cuentan y no acaban. Sin despertador ni relojes. Paseos, charlas y cuadros. Enormes avenidas, altos árboles, edificios hermosos. La ciudad. Después de tanto tiempo. 


Después de tambalearte en una cuerda de equilibrista durante mucho tiempo, llegó el viaje, llegó Dufy y llegó Alicia. Todo junto era un antídoto contra las cosas difíciles. Todo junto era una forma de conjurar el miedo, de entender que la amistad tiene muchas posibilidades de ser una medicina si la tomas a tiempo y en su punto. Esto fueron la ciudad, Alicia y Dufy, la medicina más potente de ese mayo de 2015. 

Por eso, cuando pasados pocos meses Alicia desapareció, sin despedirse, sin motivos, sin saber por qué, sin razones, sin adiós, recordé que hay algo peor que perder a alguien: perderlo sin explicación. Ser culpable de nada. Alicia se fue. Dufy permanece. 

(Obras de Raoul Dufy)

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