"La hija del tiempo" de Josephine Tey
El inspector Alan Grant, de Scotland Yard, ha tenido un accidente durante el transcurso de un servicio policial y se ha caído por una trampilla. De resultas, se encuentra hospitalizado en Londres, con una pierna fastidiada y una inmovilidad molesta que lo tiene bastante aburrido. El aburrimiento es el gran enemigo de la gente como Grant, acostumbrado a una potente actividad física y mental. Así que una de sus amigas, la actriz Marta Hallard, le sugiere que se dedique a entretenerse con un tema que a él le gusta mucho: las caras. Grant es un experto en caras y es capaz del averiguar por el rostro y el gesto si alguien es un delincuente. Marta Hallard le lleva al hospital unos retratos entre los que Grant se fijará especialmente en el de un hombre, Ricardo III, el último Plantagenet, sobre quien pesa una historia desgraciada: el asesinato de sus dos sobrinos. Por mucho que lo mira, no es capaz de ver en él a ese ser despiadado y criminal del que se viene hablando siglos.
Las dos enfermeras (la Amazona y la Canija, apodos ambos que Grant les ha atribuido por sus cualidades físicas) que atienden a Grant, su médico, la enfermera-jefe (muy profesional y, por tanto, muy poco interesada por historias de ninguna clase), su señora de servicio (una auténtica mujer de servicio inglesa, recta, formal y que sabe muy bien cómo actuar en cada caso), la amiga Marta (que, en realidad, anda más preocupada por su propio trabajo y sus dramaturgias) y un joven amigo americano de Marta, Brent Carradine, que ha seguido a su novia hasta Londres e investiga en el Museo Británico, compartirán con él sus dudas, investigaciones, preguntas y peticiones de libros para investigar el crimen. Compartir significa, en ocasiones, oír como el que oye llover y, en otros casos, escuchar. Josephine Tey hace una inteligentísima diferenciación entre el que oye y el que escucha. Cuando Carradine escucha lo que Grant le cuenta y viceversa, se abre camino a cierta luz iluminadora. Pero, en el resto de los casos ¿qué claridad puede extraerse de una conversación a dos bandas, sin interacción alguna?
Asusta pensar que esta clase de charlas son las que mantenemos la mayor parte del tiempo. Un ejemplo claro, el ambulatorio. Las personas sentadas en la sala de espera (en tiempos normales, no como los de ahora), se relatan a sí mismos en voz alta sus dolencias. Todos hablan de lo que les ha llevado allí pero nadie atiende lo que cuentan los otros. Es un coro de voces separadas y distantes, egoístas en realidad, quizá natural, porque no podemos llevar encima todos los problemas de todos.
Volviendo a la novela, he aquí que nos situamos en el momento final de la guerra de las dos Rosas, la lucha entre los York y los Lancaster, el reinado de Ricardo III y todas las intrigas del pleno siglo XV inglés. La forma en que las dos casas se enfrenta, el reinado de Eduardo IV, la historia de sus hermanos y familia, el papel de Ricardo como protector de sus sobrinos, la asunción de la corona, su labor como rey en dos años que duró, su muerte ("mi reino por un caballo") en batalla...Una investigación histórica al estilo de una pesquisa en tiempo real. Con lenguaje de hoy (de mediados del siglo XX, se entiende), con comentarios normales y una visión panorámica. El razonamiento al servicio de un tema que ocurrió hace mucho tiempo pero que tiene todas las cualidades para despertar del letargo a una mente inquisitiva y que necesita la gasolina de la actividad.
Lo primero que nos transmite Josephine Tey a través de Alan Grant es el valor de las mentiras. A lo largo de la historia y en nuestra vida cotidiana, hay mentiras que se asientan como verdades, que nunca se han puesto en tela de juicio y, por lo tanto, nunca se han demostrado por no han tenido que demostrarse, se dan por hechas. Ese valor de la mentira, aposentado en el rumor cuando se trata de minucias particulares, tiene mucha importancia si hablamos de historia con mayúsculas (Historia, en todo caso) porque genera lo que hoy llamaríamos bulo o fake news. Algo que se acepta sin discusión, una especie de premisa dotada de incontrovertida realidad. Si nos fijamos, esto que dice Tey es de una gran clarividencia, parece que se asoma a nuestro mundo actual, a esa costumbre nefasta por la que nos adherimos a causas de las que desconocemos el trasfondo, o comentamos situaciones basándonos en lo que alguien oyó o explicó, o nos hacemos partícipes de rumores, simplemente por confianza o por pereza. La poesía de los datos, eso es lo que nos falta.
Sin embargo, las mentes analíticas como la de Alan Grant (y seguramente, como la de la propia escritora) no se quedan conformes con estas aseveraciones y son capaces de hacerse, sobre todo, preguntas. Las preguntas tienen el valor de la duda y de la disquisición. Hacer las preguntas pertinentes es un logro y un inspector de Scotland Yard está entrenado para ello. De este modo, Grant se va a interrogar sobre qué fue lo que realmente ocurrió. Y, para ello, dado que no puede entrevistar a nadie ni visitar ningún escenario, lo que tiene a su alcance (relativo) son los documentos, los libros de Historia, los archivos. Eso es lo que hace cualquier investigador académico. Buscar y rebuscar. Leer, contrastar e interpretar. Pues bien, en esa indagación bibliográfica, hecha con la ayuda del joven Carradine (mucho más implicado en esto que en sus propias y anodinas investigaciones-tapadera) lo primero que observa el inspector es la facilidad con la que se atribuye la autoridad del saber a alguien que tiene méritos para ello. Sin embargo, y esta es la segunda conclusión, puede ocurrir que gente valiosa, inteligente y estudiosa, nos haya metido un gol por toda la escuadra con determinados temas. Y, entonces, lo que nos cuenta esa gente no solo es irrelevante sino también engañoso, porque conduce a caminos que no llevan a ningún sitio. ¿Me seguís?
Las conversaciones entre Grant y Carradine, más las confidencias que este hace a los demás personajes, van trazando la historia, esta vez desmenuzada y crítica. Grant pone en cuestión todo aquello que no está confirmado por una fuente fiable. En este sentido, no solo actúa como un policía debe hacerlo, sino también como un periodista debería hacerlo, y como un investigador que se precie debe actuar. No hay verdades absolutas, salvo las que pueden comprobarse. De ese modo, la película del pasado vuelve a mostrarse y la narración nos conduce a los lejanos días en que el trono de Inglaterra estaba en manos de los Plantagenet. Aparecen aquí Tomas Moro, quien escribió de algo que no sabía sino de oídas; William Shakespeare, cuyo drama sobre Ricardo III fue escrito, a su vez, un siglo después de los hechos; así como otros autores respetables que no convencen a Grant y que ahondan en sus dudas. ¿Y si todo hubiera sido una patraña alimentada y quizá inventada por los Lancaster, con el fin de afianzar en el trono su propia casa, representada por Enrique VII, el rey que sucedió a Ricardo y que cambió la dinastía? Ah, cuántas preguntas.
Tey ha dado respuesta a una controversia que todavía existe. No se ha cerrado el círculo de la comprobación. Y ella, en 1951, escribe esta novela de madurez, su última novela, en la que entra de lleno en el misterio y se atreve a poner blanco sobre negro, a dar su propia versión de lo sucedido. Resulta apasionante la forma de hacerlo, tan elegante, sutil, certera y, sobre todo, tan "científica". Solo verdades comprobadas o, en su defecto, solo preguntas inteligentes.
La hija del tiempo. Josephine Tey. Editorial Hoja de Lata. Traducción del inglés de Efrén del Valle. Edición original de la novela, 1951. Edición actual, 2020.
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