Una granja en el condado de Clare
En 1975 Edna O'Brien vuelve a Clare, su condado natal, en la tierra irlandesa donde nació y donde vivió hasta que se fue a vivir a Londres. La mayoría de los irlandeses hacen ese camino y, la mayoría también, quieren desandarlo y no pueden. Cuando Edna llegó a Clare ya no existía su granja, Drosboro, donde se había criado, y las cosas tenían otra fisonomía y otro destino. Así se cierra un círculo que pudo haber sido de otro modo.
En sus memorias, que ella tituló "Chica de campo", la presencia de la naturaleza es una constante. A pesar de que en los años cincuenta, se marchó a Dublín y, después de casarse, a Londres, lleva el campo con ella. Los acantilados, los ríos y arroyos, las granjas, las labores campesinas, las manos manchadas de cuidar a los animales, la leche tibia, el suelo de piedra, las paredes hoscas, todo eso es lo que ha vivido y lo que ha retenido en su bagaje principal, el de las emociones primeras.
Salvo el último de sus libros "La chica" ambientando en Nigeria, el resto tienen la huella evidente de Irlanda y de sus paisajes. Y quizás también el último, si te fijas, conserva el aire de quien vivió una infancia y una adolescencia plagada de imposiciones, de recordatorios inútiles y de deseos de libertad. En este sentido, la obra de Edna O'Brien tiene la marca de quienes, a través de la escritura, buscan que algo cambie en su vida. Y así sucedió. No está de más recordar la anécdota: cuando logró publicar su primera novela ("Las chicas de campo", tan autobiográfica), su propio marido quedó bastante enfadado de pensar que ella iba a volar por sí misma. Tal era el sentido de propiedad y tal la situación del momento, años cincuenta, Irlanda, un país por despertar del letargo.
La vuelta de Edna a su condado de nacimiento significó querer reencontrarse con el paisaje de su vida. Con las raíces. Pero no tuvo éxito. Se dio cuenta de que el tiempo no pasa en balde y de que las cosas no se pueden reconstruir por mucho que uno lo desee. Volvió a Londres y, desde entonces, cuida su jardín con esmero, como si esas plantas pudieran recompensarla de la pérdida del espacio exterior irlandés, de su fastuosidad y de su pervivencia, ese milagro de los días que nunca acaba cuando se trata de aquello que vivimos y por lo que seríamos, tal vez, capaces de morir si llegara el caso.
Tanto en sus cuentos, recopilados por ella misma en el volumen "Objeto de amor" como en sus novelas, hay una doble pulsión que siempre aparece y que nos conmueve: la naturaleza y los sentimientos. Ambos son las claves de su escritura y esa misma escritura es la clave de su evolución como persona y de su encuentro con las cosas fundamentales, lejos de las advenedizas. Ella lo cuenta con detalle al afirmar que, después de conocer las fiestas, los lujos, los famosos, las ventajas de una vida pública y llena de reconocimientos, encontró en su casa alquilada y en su jardín, el motivo diario para seguir sintiendo la capacidad de leer el mundo y de escribir la vida.
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