Ir al contenido principal

Una mirada atrás (III)


Despedirse sin despedidas es muy difícil. Toda mi vida ha sido así. Así me despedí de algunos amores. Así me despedí de mis padres. Así me despedí de ti. Así me despedí de mi casa. Despedirse de una casa sin el rito de la despedida te condena a no olvidarla. En tus sueños siempre estará esa casa. La verás con toda clase de detalles y no distinguirás si es realidad o fantasía. Cuando despiertes, buscarás en algún lado de la habitación un detalle familiar, pero no lograrás encontrarlo. Será el vacío lo que encuentres y entonces habrá alguna lágrima. 

Ahí está el portón de entrada pintado de rojo inglés. Es muy grande y tiene a su lado la puerta del garaje, del mismo color. Ella eligió el color porque leía mucho a Agatha Christie y le parecía que el rojo inglés merecía la pena tenerlo cerca. Entre las dos puertas hay un buzón hecho de cerámica amarilla y azul. La casa está encalada en la parte superior y la inferior lleva un zócalo de piedra ostiones y un remate arriba en color albero. El contraste del blanco, el albero y el rojo inglés resulta extraño. Es una casa muy reconocible. 

Dos cierros ampliaos están a la izquierda de la puerta. Ves los visillos blancos y corridos, las contraventanas de madera y, apenas, el mármol blanco de los alféizares. La casa tiene una entrada de azulejos y detrás de ella una puerta de hierro y cristal. Cuando se abre, el frescor del patio te inunda sin dudas. La fuente central suena con un hilillo de agua, las macetas de alrededor tienen un jugoso verdor y las velas están desplazadas porque es la hora de la tarde y mi madre se sienta en una silla baja con su cesto de costura a un lado y un libro sobre el regazo. Alternativamente cose y lee. Los niños están en un rincón jugando a adivinar palabras y las habitaciones se abren y se cierran cuando se mueven por ellas como si fuera una obra de teatro. 

La puerta del fondo da a la cocina. No es una cocina de esas americanas de las películas de Doris Day  sino una cocina francesa: un gran aparador para el cristal y la vajilla, una despensa, una enorme mesa ovalada en el centro, rodeada de sillas, unos estantes de madera con objetos de cerámica, y, en un lateral, lo más moderno de los electrodomésticos, un gigantesco frigorífico, una cocina y una lavadora que no hace ruido. Como si fuera un laberinto, desde la esquina de la lavadora se accede a otro patio, este más grande y más soleado, un verdadero patio exterior con arriates, macetas colgadas, un banco de hierro y un cielo inmenso. Geranios, gitanillas, buganvillas, la flor del dinero, claveles y rosales, todas las flores se mezclan en color y en olor. Es el paraíso de las tardes y las noches de invierno. 

El tercer tramo es el de mi casa, el de las casas de mis amigas. La enorme casa de las viudas, en las que la viuda solo es la madre y las hijas unas monísimas muchachas que van en moto todo el tiempo. Está la casa de Isabel, estrecha y con un pequeño patio donde ella se sienta a dormitar cuando ya es mayor. La casa de Trinidad, la de Manuela, todas las casas de los amigos están en esa zona y nosotras, las niñas, saltamos de una a otra probando almuerzos o buscando un momento de charla. La conversación es nuestro reino y nosotras somos las sacerdotisas de una religión del encuentro que no se puede dejar de realizar por mucho que tengamos que estudiar o que obedecer. 

Todas las casas de este tramo se abren por la mañana y se cierran por la noche. Hay un solidaridad íntima que impide cerrarle la puerta a nadie. La cafetera está dispuesta y, en verano, los niños se reúnen en uno o en otro patio para contarse historias o leer tebeos. Todas las casas son una sola casa y todas las madres parecen actuar de igual manera. Esperan que crezcamos pero tienen miedo a que muy pronto dejemos de ser el motivo de su entretenimiento y su preocupación. Por eso saben que estas casas perdurarán como ahora solo hasta que todas y cada una de nosotras levantemos el vuelo. 

(continuará) (Foto: Nina Leen)

Comentarios

Entradas populares de este blog

“El dilema de Neo“ de David Cerdá

  Mi padre nos enseñó la importancia de cumplir los compromisos adquiridos y mi madre a echar siempre una mirada irónica, humorística, a las circunstancias de la vida. Eran muy distintos. Sin embargo, supieron crear intuitivamente un universo cohesionado a la hora de educar a sus muchísimos hijos. Si alguno de nosotros no maneja bien esas enseñanzas no es culpa de ellos sino de la imperfección natural de los seres humanos. En ese universo había palabras fetiche. Una era la libertad, otra la bondad, otra la responsabilidad, otra la compasión, otra el honor. Lo he recordado leyendo El dilema de Neo.  A mí me gusta el arranque de este libro. Digamos, su leit motiv. Su preocupación porque seamos personas libres con todo lo que esa libertad conlleva. Buen juicio, una dosis de esperanza nada desdeñable, capacidad para construir nuestras vidas y una sana comunicación con el prójimo. Creo que la palabra “prójimo“ está antigua, devaluada, no se lleva. Pero es lo exacto, me parece. Y es importan

Ripley

  La excepcional Patricia Highsmith firmó dos novelas míticas para la historia del cine, El talento de Mr. Ripley y El juego de Ripley. No podía imaginar, o sí porque era persona intuitiva, que darían tanto juego en la pantalla. Porque creó un personaje de diez y una trama que sustenta cualquier estructura. De modo que, prestos a ello, los directores de cine le han sacado provecho. Hasta cuatro versiones hay para el cine y una serie, que es de la que hablo aquí, para poner delante de nuestros ojos a un personaje poliédrico, ambiguo, extraño y, a la vez, extraordinariamente atractivo. Tom Ripley .  Andrew Scott es el último Ripley y no tiene nada que envidiarle a los anteriores, muy al contrario, está por encima de todos ellos. Ninguno  ha sabido darle ese tono entre desvalido y canalla que tiene aquí, en la serie de Netflix . Ya sé que decir serie de Netflix tiene anatema para muchos, pero hay que sacudirse los esquemas y dejarse de tonterías. Esta serie hay que verla porque, de lo c

Un aire del pasado

  (Foto: Manuel Amaya. San Fernando. Cádiz) Éramos un ejército sin pretensiones de batalla. Ese verano, el último de un tiempo que nos había hechizado, tuvimos que explorar todas las tempestades, cruzar todas las puertas, airear las ventanas. Mirábamos al futuro y cada uno guardaba dentro de sí el nombre de su esperanza. Teníamos la ambición de vivir, que no era poco. Y algunos, pensábamos cruzar la frontera del mar, dejar atrás los esteros y las noches en la Plaza del Rey, pasear por otros entornos y levantarnos sin dar explicaciones. Fuimos un grupo durante aquellos meses y convertimos en fotografía nuestros paisajes. Los vestidos, el pelo largo y liso, la blusa, con adornos amarillos, el azul, todo azul, de aquel nuestro horizonte. Teníamos la esperanza y no pensamos nunca que fuera a perderse en cualquier recodo de aquel porvenir. Esa es la sonrisa del adiós y la mirada de quien sabe que ya nunca nada se escribirá con las mismas palabras.  Aquel verano fue el último antes de separa

Rocío

  Tiene la belleza veneciana de las mujeres de Eugene de Blaas y el aire cosmopolita de una chica de barrio. Cuando recorríamos las aulas de la universidad había siempre una chispa a punto de saltar que nos obligaba a reír y, a veces, también a llorar. Penas y alegrías suelen darse la mano en la juventud y las dos conocíamos su eco, su sabor, su sonido. Visitábamos las galerías de arte cuando había inauguración y canapés y conocíamos a los pintores por su estilo, como expertas en libros del laboratorio y como visitantes asiduas de una Roma desconocida. En esos años, todos los días parecían primavera y ella jugaba con el viento como una odalisca, como si no hubiera nada más que los juegos del amor que a las dos nos estaban cercando. La historia tenía significados que nadie más que nosotras conocía y también la poesía y la música. El flamenco era su santo y seña y fue el punto culminante de nuestro encuentro. Ella lo traía de familia y yo de vocación. Y ese aire no nos abandona desde ent

“Anna Karénina“ de Lev N. Tolstói

Leí esta novela hace muchos años y no he vuelto a releerla completa. Solo fragmentos de vez en cuando, pasajes que me despiertan interés. Sin embargo, no he olvidado sus personajes, su trama, sus momentos cumbre, su trasfondo, su contexto, su sentido. Su espíritu. Es una obra que deja poso. Es una novela que no pasa nunca desapercibida y tiene como protagonista a una mujer poderosa y, a la vez, tan débil y desgraciada que te despierta sentimientos encontrados. Como le sucede a las otras dos grandes novelas del novecientos, Ana Ozores de La Regenta y Emma Bovary de Madame Bovary, no se trata de personas a las que haya que imitar ni admirar, porque más que otra cosa tienen grandes defectos, porque sus conductas no son nada ejemplares y porque parecen haber sido trazadas por sus mejores enemigos. Eso puede llamarse realismo. Con cierta dosis de exageración a pesar de que no se incida en este punto cuando se habla de ellos. Los hombres que las escribieron, Tolstói, Clarín y Flaubert, no da

La construcción del relato en la ruptura amorosa

Aunque  pasar por un proceso de ruptura amorosa es algo que ocurre a la inmensa mayoría de las personas a lo largo de su vida no hay un manual de actuación y lo que suele hacerse es más por intuición, por necesidad o por simple desesperación. De la forma en que se encare una ruptura dependerá en gran medida la manera en que la persona afectada continúe afrontando el reto de la existencia. Y en muchas ocasiones un mal afrontamiento determinará secuelas que pueden perdurar más allá de lo necesario y de lo deseable.  Esto es particularmente cierto en el caso de los jóvenes pero no son ellos los únicos que ante una situación parecida se encuentran perdidos, con ese aire de expectación desconcentrada, como si en un combate de boxeo a uno de los púgiles le hubieran dado un golpe certero que a punto ha estado de mandarlo al K.O. Incluso cuando las relaciones vienen presididas por la confrontación, cuando se adivina desde tiempo atrás que algo no encaja, la sorpresa del que se ve aban

Novedades para un abril de libros