El profesor
Tenía un elegante aire inglés pero, a la vez, parecía trasplantado a la Provenza. Debían rodearlo siempre lavandas y flores silvestres porque brillaba todo cuando entraba en la clase. Era una de esas personas que tienen luz, que nunca dejan mal sabor de boca, que todo lo transforman en una ardiente alegría. Era el profesor y todas lo queríamos. No diré su nombre, ni diré sus apellidos, aunque los tengo presentes como si todavía me sentara en la primera fila de sus clases. Pero anda por ahí, en los setenta, y hay cosas que han de conservarse guardadas, alfombradas de nostalgia en un papel o aquí, en las ondas volátiles de la red.
Yo era su alumna favorita. Todo el mundo lo sabía. Y esa sensación era única, gloriosa, impresionante, divina, fortísima, especial. Leía los textos cuando me lo indicaba y ponía un cuidado lleno de seguridad, porque nunca reñía ni hablaba de más, ni interrumpía la lectura. Yo era su alumna favorita porque era la adolescente que siempre leía los textos que había que comentar, porque siempre me enviaba a buscar algún libro que olvidaba en la biblioteca y porque daba la impresión de que, al explicar la asignatura, solo se dirigía a mí.
No era Colin Firth pero se le parecía. Vestía muy bien y sonreía siempre. Usaba camisas con gemelos y unos preciosos zapatos grises de piel que nadie más llevaba. Sus relatos de la historia eran tan potentes que parecía recitar a Shakespeare a cada paso. La voz, rotunda pero delicada, nos hacía pensar en películas de amor y en férreos abogados ganando todos los casos. Bajaba las enormes escaleras y llenaba el espacio. Todas sabíamos que era alguien muy difícil de sustituir en nuestras vidas.
Una vez nos reencontramos en el paseo marítimo. Me reconoció de inmediato. No has cambiado nada, dijo. Y yo a él, claro está. Tampoco había cambiado. Los mismos ojos grises, el mismo pelo echado hacia atrás y un poco rizado, un poco largo. La sonrisa resplandeciendo. La forma de colocar la mano en la barbilla. Era él y nos sentamos a tomar un café y a recordar viejos tiempos. Me dijo que aquel año fue el mejor de su vida académica. Me dijo que éramos un grupo estupendo. Me dijo: "Aún guardo tus exámenes". A mí me pareció una grandiosa declaración de amor.
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