La última muñeca

Abro la estantería y me la encuentro. Rodeada de libros, como ella. Con el gesto tranquilo, como ella. Sobre la cálida madera, con aire coqueto, con el pelo alborotado y rubio. Tiene un vestido en tonos azules, los calcetines rojos a juego con la pequeña bufanda. Tiene un sombrerito blanco. Está hecha de retazos. Trozos de tela, restos de lanas, agujas enhebradas, imaginación y sueño a raudales. 

Es la última muñeca que ella inventó. Sus manos usaron por última vez, antes de que el olvido hiciera que todo fuera tan difícil, las tijeras, el hilo, la aguja y el dedal. Se le ocurrió en un momento de tranquilidad, un instante de esos en los que no hay nada que hacer. Imaginó cómo sería su cara y una línea roja es su boca y unas líneas negras son sus ojos. Está seria, como ella en sus últimos años, porque la desmemoria también impide reír. 

La muñeca está aquí, junto a Jane Austen, Ferrante y Helen Fielding. Este sitio le gustaría. En su estantería blanca, allá en ese lugar donde los vientos confluyen y la bahía es de azúcar, donde las torres de los edificios se elevan hasta el cielo, allí, en ese lugar, ella verá seguramente que esa muñeca, la última muñeca que inventaron sus manos, está en el mejor puesto, entre libros. Hay libros que salvan la vida. Quizá todas las vidas se salvan en los libros.

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