Como si nada hubiera


(Cindy Sherman. Autorretrato)

El armario tenía guardado, en una caja de cuadritos rosas, aquel vestido que ya no recordabas. El armario, mira por dónde, tiene mejor memoria que tú misma. La caja estaba en un rincón del altillo, poco expuesta a las miradas pero deseosa de que, algún día, alguien tirara de ella y la volviera a abrir. El vestido está envuelto en papel de seda, también rosa, como si se acabara de guardar, como si fuera un envío glorioso que un pretendiente enviara para solicitar un beso a cambio. Es de color malva, casi lavanda, de bambula y raso. Tiene una falda ceñida a la cintura que luego se abre en capas, como podría llevarla la mismísima Grace Kelly si tuviera ocasión de atrapar a un ladrón en tu bahía. Y unos tirantes finísimos, anudados en forma de trenza, un escote importante, algo que a tu padre no le gustaba y a tu madre hacía soñar con tiempos pasados. Te movías y el vestido tenía su propio aire. Era ligero, majestuoso y lleno de encanto. 

En el verano el vestido adquiría su máximo esplendor, porque caía sobre la piel morena de los brazos, de los hombros, de las piernas, que se elevaban graciosas y tu novio de entonces suspiraba y decía "mi princesa, mi palomita". Eso eras entonces para alguien. La promesa más cierta. El deseo más atónito. La visión más profunda. Despliegas el vestido en su caja, lo tocas con tus manos, y parece que oyes la canción que sonaba aquella noche, junto a la playa, cuando el muchacho de ojos verdes te dijo que te amaba casi más que a su hacha de sílex, la que había encontrado en la última excavación. Un arqueólogo de ojos verdes que te miraba para parar el mundo y escribir la página más tierna de todas. Por eso ahora guardas el vestido y lo recuerdas intacto. Al muchacho, a sus ojos, a la noche y al milagro feliz de los veinte años. Como si nada hubiera. 


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