Amores que matan (II)
(Fotografía: Loomis Dean, 1960)
Pero eso no era nada fácil. Si la cabeza mandara sobre el corazón no existirían el sufrimiento ni la desdicha ni se hubieran escrito las miles de novelas en las que los amores contrariados florecen para regocijo del autor y llanto inquebrantable de las lectoras. Es sencillo saber lo que se quiere, lo que se teme y lo que se ha perdido. Escuchas tu interior y detectas ese click que te enseña una ruta para protegerte del miedo y del abandono. Pero luego, automáticamente, sin poder evitarlo, caes una y otra vez, coges el teléfono, contestas los mensajes, cierras los ojos y ves su figura, allí, en el fondo, en todos los lugares ocupados por los sueños.
Así que repasó en su cabeza, como si de una penitencia se tratara, todos los motivos por los cuales aquello, lo que fuese, no le convenía. Todas las veces que se le había roto el corazón. Todas las horas que pasaba llorando. Todos los momentos en los que se consideraba un eslabón perdido, un náufrago. A flor de piel estaban las dudas y, sobre todo, las certezas de que ningún terremoto pondría los puntos en las íes y ningún sentimiento le acercaría a ese hombre que tenía tantas caras, tantas como situaciones en la vida. Era difícil, solo apto para almas decididas, para autoestimas suficientes. Nunca para esperanzas en peligro de extinción.
Supo, desde ese momento, que todo saldría mal. Que hiciera lo que hiciera no lograría acertar con el tono exacto, con el momento, con el procedimiento, con el día. Supo que quedaría fuera de juego y que terminaría siendo culpable. Como lo había sido hasta entonces. Culpable de no ser comprensiva. Culpable de no ser una mujer de medidas perfectas. Culpable de pensar por sí misma. Culpable de sentirse fuera del mundo. Culpable de haberle creído. Culpable de esperar el milagro. Culpable de ser. Culpable a secas. Cuando lo tuvo claro se sintió más tranquila. Al fin y al cabo, solo cabía esperar el castigo. Y ya sabía cuál era. Siempre supo que no era una resistente, que nunca podría vivir sin mover los pies del cemento.
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