La censura de la palabra
A los doce años leí a D. H. Lawrence. Naturalmente a escondidas. Mi casa no se caracterizaba por ningún fundamentalismo pero fue una acción preventiva. Forré El amante de Chatterley con papel de colores y lo mismo hice con Mujeres enamoradas y con Hijos y amantes. Conocí a Connie y su búsqueda del amor pasional, ese que no admite demora en la imaginación de los que sienten la sangre joven correr por sus venas. Conocí a Mellors y su especialísima forma de vivir el sexo y el encuentro amoroso. Conocí la frustración de Lord Chatterley, el miedo de otros y la obsesión de algunas. Conocí la hipocresía de los que censuraron el libro y la falta de imaginación de los que convierten en pornografía sin entenderlo.
No fue el único caso en que una posible censura, que quizá era fruto de mi imaginación, o la necesidad de leer cuando debía estar estudiando sesudos textos académicos, me llevó a camuflar mis lecturas. Y, aún más, proteger mis Diarios y mis cuentos, todas las historias que escribía y que aún escribo, la única actividad que me persigue toda la vida entera. Ese ejercicio de camuflaje tenía dificultades. Escribir tiene sus momentos, necesita su espacio, su sitio y su clima. Hacerlo contra viento y marea te genera nerviosismo y frustración. Como Virginia Woolf, yo también necesitaba una habitación propia en la que no tuviera que disfrazar las emociones, en la que las palabras no se ocultaran hasta ser olvidadas, en la que los lápices y los cuadernos se mantuvieran prestos a mi llegada, a ese volcado de la palabra en forma de textos ineludibles.
Aunque pueda parecer exagerado o fruto de una atroz falta de autoestima, de un no quererse demasiado evidente, durante mucho tiempo me culpé por escribir de mí, de mis pensamientos, emociones, sentimientos, dudas y esperanzas. Me sentí vigilada y casi perseguida. Escudriñada en las formas y en los contenidos, llena de ojos que todo lo convertían en basura, en un contenedor lleno de restos de naufragios ajenos, que yo no podía entender, ni conocer, ni limpiar. Esas palabras, surgidas al calor de la vida, me hicieron sentir culpable y convirtieron de nuevo mi escritura en clandestina.
Pero ahora, a estas alturas, ya no me puedo esconderme. No tengo fuerzas para el disimulo. Soy como soy, escribo como escribo, leo lo que leo. Y las tres cosas forman un círculo que se cierra en sí mismo y que aventa la vida y atenta contra el miedo. Conjuro el miedo con las palabras y conjuro la antigua soledad y la moderna ausencia. La niña que se asustaba y cerraba de golpe sus libros y ocultaba las palabras de los cuadernos de tapas rojas, solo existe para recordar que ahora ya soy libre, debo serlo, debo intentarlo, al menos. No me oculto. Ya no. Más bien, hago ostentación de lo que leo, porque es algo elegido por mí y cuando puedo hacer uso de la libertad tengo que celebrarlo. Leeré lo que quiera, sin que nada ni nadie me coarte. Y, por eso mismo, escribiré lo que quiera. Sobre mí misma, sobre el pasado o el futuro, sobre la gente, incluso sobre ti. Pero todas mis palabras serán mías, a mí me pertenecen y a nadie concedo el derecho de censurarlas.
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