Soy guapa pero eso no importa
La mujer se sentía fea, muy fea. Llevaba así algunos meses, quizá años. Es fácil de entender. Las mujeres, algunas mujeres, no se ven a sí mismas como son sino que miran por los ojos de otros. Si amas a alguien, seguramente son sus ojos los que te importan. El hombre la veía fea. Siempre andaba ponderando la belleza de otras ninfas que rodeaban su espacio y ella, la mujer, sabía que nunca podría acceder a ese lugar sagrado, porque era fea.
La fealdad convirtió a la mujer en insegura. La inseguridad en dubitativa. La duda en triste. Así la mujer era fea y triste, dos de las cosas que el hombre no soportaba. Él quería alegres chicas de corazón vibrante, positividad y luz transversal. Todo lo que los programas de coaching intentan vender lo quería él para sus chicas. Pero la mujer no se acercaba ni de lejos a ese modelo. De forma que su mirada se enturbiaba cada vez que se acercaba al espejo y veía ese tono de tristeza que parecía cubrirlo todo.
Pero hay cosas que no pueden durar demasiado tiempo. Mentiras que se desvanecen por sí mismas. Y siempre es la bondad la que reclama su sitio. Y la inteligencia la que conmueve. Y la emoción la que resalta sobre la estulticia y la maldad. De forma que la mujer, por una carambola del destino, observó la estratagema y logró zafarse de esa visión deteriorada y sucia que había tenido de ella misma. No le hizo falta siquiera escuchar a Emma Thompson explicar que las actrices no son modelos y que las mujeres tienen cerebro y corazón antes que piernas y culo.
Cuando la mujer entendió que su ingenio era chispeante, que su vocabulario era muy rico, que su alegría cautivaba, que su estilo tenía charme, que su corazón derramaba una inaudita generosidad, vio también, sin pretenderlo, que era guapa y que su belleza era mucho más duradera que la de las chispeantes chicas de Colsada. No hizo falta espejo. Lo notó en su corazón. No hizo falta más. El hombre ni siquiera lo sabe. Pero es que sabe muy pocas cosas.
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