No


Él le dijo: “Te quiero”, con su voz dulce y rotunda al tiempo. Ella lo escuchó con reverencia y tuvo miedo. Supo que, después de esa frase, corta y definitiva, ya nada sería igual. Ya no podría fingir indiferencia, no podría inventar risas, no podría dibujar palabras imposibles, no podría atesorar lágrimas sin que él lo supiera. No. Después de aquello no valdría nada, salvo enfrentarse a todo. Enfrentarse a su propio corazón y al suyo. Aunque él no lo sabía. No sabía la respuesta de ella e imaginaba que las cosas transcurrirían como otras veces. Juego, deseo, quizá un poco de amor pero no mucho, sexo, fuego que se va apagando, desamor, aburrimiento y lucha. Y el adiós. Ese laberinto de sus pasiones que se iba repitiendo una y otra vez. Esa acusación que todas le hacían de que jugaba con la vida. Ese cansancio de verse en una ruleta que ya nunca podría pararse. 

Ella le contestó, mirándolo a los ojos: “No”. Y repitió despacio: “No”. “No, porque te quiero demasiado”. “No, porque no quiero llorar cuando todo acabe”, “No, porque no quiero ver tu cara cuando mires a otras”. “No, porque no podré tenerte sin echarte de menos”. “No, porque no puedo esperar en vano a que te vayas”. “No, porque romperías mi corazón con una sonrisa”. “No, porque tengo miedo a no olvidarte si, un día, me besas y te beso, me abrazas y te abrazo, te tengo y me posees”. “No, porque te quiero demasiado”. “No, porque me inundas el alma si te veo”. “No, porque no podré contemplar el día que me engañes”. “No, porque sé que me odiarás un día”. “No”. 

Él contempló su rostro anhelante, sus manos que ya nunca tomaría entre las suyas, sus ojos firmes y su sonrisa triste. Ella lo vio como el hombre que nunca estaría entre sus brazos, como la persona que nunca compartiría su vida. Los dos entendieron que, de alguna manera, ese adiós los acercaba más que la propia vida. 

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