Todo lo que existió estaba en sus manos
(Jeanne Hebuterne. Amedeo Modigliani)
Un día el sol quemaba y, al día siguiente, las nubes habían arrebatado el aire y ya no existía sino un frío polar, un viento desapacible, un anuncio cierto de tiempos más oscuros.
En la mecedora, el balanceo de su cuerpo era imperceptible. Las fuerzas se concentraban solamente en sus manos. Manos aladas, manos llenas de dolor, manos ancladas en el paso de las horas. Las manos se movían cada vez menos y eso era el final. Todos lo sabían.
También ella lo supo. Amaneció con la esperanza de un milagro. Pero los milagros no existen. Y, si existen, son milagros piadosos que recortan el eco de sufrir y no se convierten en minutos de vida, sino en duelo sin remedio.
Lo supo y anduvo despacio, sin hacer ruido, cuidando de que la escasa sonrisa se mantuviera al menos. No hablaban de la muerte, esperaban la vida. No se dijeron cosas. No ajustaron las cuentas. Todo quedó en el limbo de lo que no se dice, de lo que no se cuenta, de lo que no se llora.
Así, los pocos días duraban como años. Los ojos sudorosos y las lágrimas prestas. Todo volcado en un ruego inútil. Todo convertido en un tránsito inevitable. La habitación dorada, la luz dorada de la lámpara, las sábanas doradas, el rostro terso y dorado sobre el lecho, el aire dorado de la tarde, el anochecer dorado y pleno. El dorado del corazón perdido. El cansancio dorado de los besos que ya solo encontraron una piel fría, casi transparente. El adiós. Para eso estuvo tanto tiempo esperando que un viento claro apartara el peligro, recobrara la vida, renaciera en los sueños.
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