Inquietamente viva
Recuerdas las horas lentas del verano y conservas en tu retina el juego de luces del sol sobre el agua. Las tardes consumidas en charlas indecisas. Los susurros a la hora de la siesta. La búsqueda del placer en tus pies desnudos, buceando entre las arenas convertidas en ritos. A veces eran conchas. Las guardabas en un cubo pequeño, azul y con un asa transparente. Eran de todas clases y colores, todas olían a mar. Las conchas se escondían en el suelo y querían escaparse de tus manos. Pero no se podía huir de la constancia de una niña que quiere llevarse el mar a casa. Su sonido, su voz, todas las cosas que, cada día, cada tarde, lo convierte en un pasajero único del tránsito de la vida.
Recuerdas las palabras que añadías a esa libreta que cada vez usabas. Libretas de colores con pastas de colores y hojas blancas. Un texto, una canción, un poema, hasta un nombre. Una vez escribiste el nombre del amor y todas las páginas saludaron con gracia ese invento. Era la primera palabra de un tiempo nuevo, por descubrir y por disfrutar. También por sufrir, aunque entonces no lo sabías. Eras la niña que se anticipa a todo, la impaciente, la soñadora, la distinta, la niña de los ojos semicerrados por la línea abrupta del sol poniente que todo lo inundaba de violeta. Ese color violeta de los sueños.
Recuerdas los encuentros, los juegos de media tarde, en el escalón de mármol de tu casa, en la puerta que a la calle se abría. Las idas y venidas. Los secretos. Historias viejas que se convirtieron en las nuevas historias que contabas. Escuchabas con atención a esas mujeres que se reunían silenciosas en torno al café y que solamente hablaban para sí, con un lenguaje único, con palabras cursivas. Las palabras prohibidas que adornan los secretos más oscuros. Esas palabras que quedaban grabadas en tu piel y tu mente y que luego llenaban tus cuadernos como si fueran aves, posadas en un erial de piedras corroídas por la humedad del aire.
Recuerdas las personas. Esa gente que hubo y que ya se aposenta en un momento extraño, que no vives ni sientes ahora mismo y que se marchó sin que tuvieras tiempo de añorarlo. Gente con un pasado. Mujeres de tristezas aventadas por miedos y desamores ciertos. Niños que lloraban al atardecer y que querían abrazar a sus madres. Hombres huidizos, invisibles, lejanos, fuera de todo aquello que constituía tu horizonte. Toda la gente que escribió sus historias en una infancia plagada de cuentos y de caricias inventadas. Te sueño, no te tengo, no estoy, no soy, no eres, no estás. Así termina.
Un día, recientemente, alguien pone nombre a tu bullicio, a tu búsqueda incesante de explicaciones. Inquietamente viva. De tan inteligente, inquietamente viva. Y sola, desde luego. Inquietamente sola.
Adverbios que no sobran porque se escriben sin pedir permiso.
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