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"Ordesa" de Manuel Vilas


Siempre he creído que los libros llegan hasta ti en el momento oportuno y que la forma de llegar es, más que casual, milagrosa. Amanecen días en los que sabes que las dudas son mayores de las habituales y que algo tiene que surgir para compensarlas. En este caso, "Ordesa" llegó en el momento oportuno y de una forma inopinada. Nada me había acercado a él con anterioridad, ni tampoco a su autor, Manuel Vilas. Sin embargo, desde los primeros renglones del libro supe que tenía que leerlo. Y lo adquirí con toda rapidez en formato e-book porque no podía esperar a que llegara el envío o a que visitara una librería. 

Lo primero que me llamó la atención de su lectura fue la forma en que habla de su padre. Creí que yo era la única persona que sentía determinadas cosas. Pero no es así. O es un sentimiento universal o Vilas coincide conmigo en cierta ambivalente sensación que persiste tras la muerte de ese hombre al que miras desde abajo y con el que sigues soñando a pesar de que se ha ido. Las palabras aquí fluyen con la naturalidad de quien relata un fenómeno conocido y que no tiene que justificarse por ello. La figura de la madre emerge con la amable y poderosa fuerza de las esencias más íntimas. Eran guapos los dos, dice, y estaba orgulloso de ello, me gustaba ir con ellos por la calle. En ese momento recordé a mis padres y me dije, también, que eran guapos los dos pero que no recordaba ningún instante en el que yo fuera por la calle con ambos. 


Las vivencias de sus padres, los ejes centrales del libro, se mezclan con su divorcio. Así nos lo dice. Su madre murió el mismo año de su divorcio. Una forma de anudar los afectos y de desanudarlos. La convivencia con sus hijos tras estos acontecimientos tiene aspectos cotidianos que todos reconocemos y que aquí no aparecen con la obscenidad de la ostentación sino con la sencillez de lo evidente. Esto es una característica que impregna todo el libro. Tuvo que contarnos todo eso pero no lo hizo por nosotros, por satisfacer una curiosidad inexistente. Lo hizo por él, porque esos hechos estaban taponando su vida cotidiana y tenían que expandirse para que el gas resultante no lo asfixiara sino que lo protegiera. Contar es, aquí, un modo de sobrevivir. 


Es la muerte otro gran eje del libro. Su presencia es constante, tanto vivida como evocada. La seguridad de la muerte como una forma de permanencia, aunque suene extraño, aunque suene distinto. La incineración de sus padres, ese convertir los cuerpos en ceniza, tiene un sentido trágico, efímero, como si esa no presencia tuviera consecuencias: la duda de haber hecho lo correcto, la duda de haber formado parte de una entidad superior a él mismo. Se mueren los que nos preceden, viene a decirnos. Se mueren los amigos de los padres, los tíos mayores, los abuelos. Se mueren y todo parece destinado a que tú también mueras de alguna forma, antes de la forma definitiva. Esas dudas acerca de lo correcto, acerca de cómo actúas ante la muerte de tus padres, acerca del duelo, de la enfermedad, de la ausencia, de las presencias soñadas, son universales y quizá el autor lo sepa. Nos lo cuenta no para enseñarnos algo, sino para explicarse con respecto a sí mismo. De aquí el tono de autenticidad, más aún, de veracidad, del libro. 


Vilas pasa elegantemente por aspectos escabrosos, dolorosos también, que formaron parte de su infancia de alumno de colegio de curas. En estos días algún medio de comunicación ha puesto de relieve esos episodios que, por otra parte, en el libro se narran sin insistir, de una forma tan suave y velada que no pretenden convertirse en titulares. Pero estos acechan al escritor y siempre habrá quien lea su libro transversalmente, en busca de lo que quiere leer o escuchar. No es el caso. Vilas ha sabido, también en esto, remontar la pendiente que lo llevó a la juventud desde la adolescencia, con la mirada compasiva, comprensiva, de quien no entiende algunas cosas y no quiere reescribirlas en vano. 


La naturaleza. El valle de Ordesa que da nombre al libro. Viajes de vacaciones precarias en pensiones. Paisajes enhebrados en la biografía. Saltos de agua, torrentes, ríos, valles escarpados. Todos ellos nombres y estampas asentados en el recuerdo de la infancia sobre el que sobresale la figura de los padres, siempre presentes, siempre seguros. La seguridad del hombre que siempre sabe lo que hay que hacer, afirma. La orfandad es eso, perder el norte. Perder la palabra y la opinión de quien, antes que tú, tuvo que enfrentarse a la vida y por eso mismo ha conseguido que las cosas tengan un sentido pleno que tú aún no conoces. Cuando empecé a escribir esta reseña quise ilustrarla con imágenes de Ordesa, un paisaje fabuloso, de fábula, una quimera de la naturaleza que está en el norte de España y que deja huella en quienes lo han compartido. Pero me pareció que esas imágenes necesitaban color y el libro de Vilas lo concibo en blanco y negro. Por eso he usado estas fotografías de Vivian Maier, que me parecen lo más cercano a su esencia. Una de las bellezas del libro son, además, las fotografías familiares que lo atraviesan, sobre todo esa en la que sus padres bailan y nos muestran esa hermosura lunar que el hijo explica y de la que está orgulloso. 


Algunas historias conmueven. La huella de su padre en internet una vez muerto. El padre era agente comercial y a él le parecía que estaba presente cuando veía en internet la empresa y el teléfono. El coche de su padre, el símbolo de lo que había significado su vida y el desapego que le produce tras el anuncio por el médico de que padece un cáncer que no tendrá remedio. Su madre y él oyen el anuncio y entonces comienza esa desconexión de la vida que todos sentimos en circunstancias similares. El cáncer se lleva a algunos y a otros nos deja viviendo una existencia nueva. Las peleas en la familia a raíz de la enfermedad. Nadie está a la altura. Todo ello es parte de ese entramado que Vilas ofrece, como si fuera un regalo a los demás. Y, porque cree que es una forma de homenaje a los padres, nos invita a hacer lo propio. Hablad de vuestros padres, dice, hacedlo. 



Vilas es un poeta. Los capítulos del libro, de tamaño irregular pero normalmente cortos, o muy cortos, son, en realidad, poemas. El tiempo cronológico se mueve arriba y abajo. En los años sesenta sus padres se casaron y nació él. Antes de eso, la guerra trajo secuelas como ocurrió con todas las familias españolas. No fue criado en el odio, repite, el odio no formó parte de su educación. La elegancia de la aceptación estaba en su padre. La vivacidad de la superación, en su madre. Su padre, por su trabajo de agente comercial, iba y venía. Por eso y porque no era costumbre abrir los corazones, quedaron muchas cosas por decir. Reivindica que hay que hablar, que decirlas, que contarlas. Nos invita a que hablemos de nuestros padres, a que recordemos lo que fueron, a que no dejemos que las cenizas lleven a la nada. 



Las referencias a su profesión durante veinte años, la de profesor de instituto, son ambivalentes y a mí me producen a la vez pena y comprensión. Siempre he pensado que dar clase como el que va a una cárcel debe ser terrible. Conozco a profesores que lo sienten así. Para ellos es un desperdicio de tiempo y sienten miedo cada vez que se enfrentan a un grupo de alumnos. Los estudiantes de Vilas son de la antigua FP, aquella que tenía una materia humanística que lo comprendía casi todo de cultura general y el resto era únicamente preparación para el trabajo. La FP ha cambiado pero Vilas mantiene en su retina la absurdez de algunas actuaciones profesionales como enseñar un análisis sintáctico que era simplemente hacerle la autopsia a las palabras. 



El libro se cierra con poesía. Quizá es un recurso que no todos entienden. Quizá podría haberse cerrado de cualquier forma. Quizá, en realidad, sigue abierto. En las entrevistas que se han hecho al autor niega algunas cosas evidentes, como que aquí funciona la autofiction, pero, en el fondo, eso es lo menos importante. Vilas ha entresacado de su vida aquello que le estorbaba en el alma. Lo ha expuesto al sol y esa claridad lo ha convertido en un recuerdo aceptado y comprendido. Antes, era la duda. Después, la certeza de que, a pesar de todo, hizo lo que estuvo en su mano y la vida le puso por delante. La memoria del dolor es amarilla. La vida es amarilla cuando pasa. El recuerdo tiene efecto balsámico. La nostalgia está permitida si va a servir para olvidar la muerte. 

Ordesa. Manuel Vilas. Alfaguara. Colección Narrativa Hispánica. 2018. 

Ilustraciones de esta entrada con fotografías de Vivian Maier1 de febrero de 1926, Nueva York, Nueva York, Estados Unidos- 21 de abril de 2009, Oak Park, Illinois, Estados Unidos)




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