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Hanna y la rosa del Cairo

 


Se puede vivir sin amor pero no se puede vivir sin ilusión. Pensaba esto mientras volvía a ver por enésima ver una de mis películas favoritas "La rosa púrpura del Cairo". Recordé, asimismo, que una vez escribí un cuento llamado "Hanna y la rosa del Cairo", que fundía en su título esta película con otra que también adoro "Hanna y sus hermanas". No sé si falta una hache por ahí en algunas de estas palabras de cine. El caso es que  pensé que no se puede vivir sin ilusión viendo a Cecilia yendo al cine sola porque su marido tiene que jugar a las cartas o a los dados con un montón de zafios amigos. Y luego lo pensé cuando el explorador se escapa de la película porque necesita hacer algo más que repetir una y otra vez las mismas frases escritas por el guionista, quien, dicho sea de paso, no hace acto de presencia. Sí aparece el actor, que quiere recuperar al personaje porque no entiende ese desdoblamiento, o sí, pero le da igual, necesita que su carrera avance y hacer de Lindbergh, que no es poca cosa. 

Cuando el cine se convirtió en el pasatiempo más especial para la gente, hubo muchas personas que lo convirtieron en el vehículo de sus sueños. Soñaban con los actores y actrices, con las historias. Vivían la épica y la lírica de las imágenes, se creían poseedores del secreto de la felicidad simplemente porque tenían la posibilidad de verlo en las pantallas. Las jóvenes de los años cincuenta, por ejemplo, vivieron la mitad de su tiempo libre dedicado a estar en el cine, a comentar las hazañas de sus favoritos y a coleccionar sus imágenes. Poco parecía importar que el reverso de todo aquello fueran sus propias vidas, insulsas, grises, tristes. El cine, que fue llamado por eso "la fábrica de las ilusiones", les proporcionaba por eso el combustible para seguir viviendo. Porque, lo repito, se puede vivir sin amor pero no sin una ilusión que sea la mecha que te haga levantarte cada día con un objetivo, el que sea, por sencillo, simple y ordinario que sea. No siempre el amor está a tu alcance y muchas veces te defrauda, pero tener una ilusión mantener un deseo que cumplir, andar por pasos para lograrlo, esto parece más humano y más a nuestro alcance. 

En mi cuento "Hanna y la rosa del Cairo", la ilusión de las tres niñas protagonistas estaba en que manara agua de la fuente del recreo, porque el agua permite cuidar las plantas, hacer que vivan y progresen, porque el agua es, en sí misma, un motivo de ilusión. Porque a veces también los niños viven yermos de expectativas y han tenido la mala suerte de que la naturaleza y la vida les haya jugado malas pasadas. No existe una infancia feliz por definición, eso es una entelequia, y cuando la infancia es terrible, entonces es más terrible que ninguna otra cosa. En "La rosa púrpura del Cairo" la vida real se entrelaza con la que sucede detrás de la pantalla, en un vaivén imposible pero totalmente cierto. Cecilia no se extraña porque su vida está hecha de sueños y porque sin esos sueños hubiera tenido que ver la realidad de su existencia: un marido que la maltrata, un trabajo de mierda que ha perdido, una casa pobre, ninguna esperanza. 


Como Cecilia, esas muchachas que en los años cincuenta iban al cine casi cada día, como un rito esencial, como una necesidad no descubierta, también soñaban con que existía una vida más allá de la suya propia. Una vida en la que los hombres eran caballerosos, en que los vestidos brillaban, en que había restaurantes coquetos, almuerzos íntimos, cantantes de ópera  que lanzaban hermosas canciones al aire y en que todo el mundo tenía la oportunidad de cerrar los ojos con el convencimiento de que merecía la pena amanecer. 

El cine creó en esas chicas la fortaleza de querer ser protagonistas de su propia historia. No bastaba ya con vivir las historias de otros. Era preciso tener oportunidades, saber que podía haber un sitio para cada una, un sitio quizá sencillo y nada aparatoso, pero único y exclusivo. Entonces empezaron a pensar que merecían tenerlo y este fue el paso definitivo, porque cuando una cree merecer algo, termina por hallarlo. Y no era un hombre, o no era solo un hombre, era una ilusión. Era algo que se podía contar, cuantificar, sentir, experimentar, gozar, elegir. Cada una de las muchachas que veía en las salas de cine de los cincuenta cómo los personajes lanzaban sus diálogos ya previstos, creyeron que era el momento de buscar la melodía que daba sentido a su propia existencia. Un brillo mágico, dice un protagonista. Todas quieren tener un brillo mágico. 


Cuando se entiende que no hay personajes secundarios, salvo en el cine, y que todos tenemos un papel protagonista, entonces aparece la evidencia de que la búsqueda de la ilusión que sirva de máquina a los pasos que damos es imprescindible. El mejor atributo de los humanos es la libertad para escoger, dice un personaje de la película. Por eso el baño de realidad que al final cae sobre Cecilia no quiere decir que renuncie a la ilusión, sino que escoge lo que puede lograr. Lo contrario es lanzarse al vacío. Pero no tener ilusión es renunciar a la vida. Se puede vivir sin amor, pero no sin ilusión. 

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