En la ventana
Realmente, dice ella, esta es una despedida
inútil. Sé que no leerá estas palabras. Está demasiado ocupado, su cabeza anda
enfrascada en temas importantes. El amor es un sucedáneo del aburrimiento, así
que no le prestará atención. Me despido, entonces, no de él, sino del amor que
le tuve. Lo dice mientras agacha la cabeza, abate los ojos y sonríe
tristemente. Esa es una tristeza sobrevenida, pienso. Ella ha perdido la
alegría. Se ha quedado secuestrada en cualquier encuentro baldío. En una
conversación venida a más por la rabia y la indiferencia.
Realmente, dice ella, no debería decir nada,
puesto que el silencio ha sido mi santo y seña todo el tiempo. Cómo terminar lo
que no ha empezado, continúa. Si entonces, cuando mi corazón saltaba al
presentirlo, mis palabras nunca confirmaron su latido, qué sentido tendría
ahora, cuando ya sé que la inutilidad golpea mis pasos y al final de ellos no
hay ningún atisbo de su presencia. Ella mira a lo lejos, entreabre los ojos y
guarda en ellos sus miles de secretos. Nada ha sido dicho tampoco ahora,
pienso. Ella permanece callada.
Realmente, dice ella, no entiendo cómo he
llegado hasta aquí. De qué manera la emoción me contagió al mirarlo. Cómo
guardé dentro de mí lo que era, sin que me perteneciera nunca. A lo lejos, en
cualquier parte, un hilo de su vida parecía revolotear en torno mío. Y por eso
creí que las cosas eran posibles y los deseos podrían cumplirse. Pero me
equivoqué. Esa certeza la ha asustado, corroboro. Por eso no quiere confrontar
lo que piensa, lo que sabe o vive. Y prefiere cerrar los ojos y las manos,
manos cerradas que no esperan nada, ni ternura, ni vida. Nada ardiente,
clamoroso vacío.
(Pintura: En la ventana, Camille Monet)
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