París


La última vez que vi París tú tenías los ojos azules. El día antes, en el aeropuerto, me pareció entrever algo de enfado, seguramente por mi culpa. Desde hace años sé que todos los momentos difíciles llevan mi firma. Me he acostumbrado tanto que, si alguien en las noticias de la radio, se da a la fuga después de cometer un crimen, yo siento que usurpo su papel y que he disparado o empujado al vacío. 

Una fina neblina cubría la calle del hotel y los árboles parecían la cúpula de alguna iglesia de las que recorría cada tarde para resguardarme del calor o del frío. El otoño es un tiempo traicionero y, a veces, sin que nadie advirtiera su presencia, las gotas de lluvia nos salpicaban y dejaban un reguero de huellas en las caras, a punto de llorar o de reír, quién sabe. El suelo estaba comenzando a llenarse de hojas y el viento tenía un sabor húmedo que no podría encontrar en otro lugar del mundo. 

Bastaron unos días para entenderlo todo. Para saber que podías ser la entrada al paraíso. Que no había vetos ni se estilaban prohibiciones. Una tenue sonrisa era todo el reproche que me hacías en esas horas fijas de miedos sin palabras. 

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