Otro otoño
/Para Antonio Mesa Ruiz. En su memoria/
Te gustaban los coches. Pero nunca pudiste tener el coche de tus sueños. ¿Soñabas? Más bien parecía que la realidad era una condición inalienable, una condición tuya más allá de la vida cotidiana. No eras hombre de sueños, sino de realidades y por eso no sufrías porque el coche con el que andabas era un coche normal, corriente, de segunda mano.
Te gustaba la vida. Pasear por el campo. Limpiabas una vara que te servía para ir moviendo las estacas de olivos o marcando el paso, al modo en que tu padre lo hizo antes que tú. El mar de olivos era tu telón de fondo, el espacio en el que viviste hasta que la vida te envió a la ciudad y la ciudad se convirtió en tu escenario. Pero eras campo a pesar de todo.
Te gustaba la gente. No de una forma explosiva, ni expansiva, ni predispuesta, ni demasiado nítida. No. A tu modo. Internamente dispuesto a comprender defectos y a destacar virtudes. Sin alharacas ni eufemismos, con el tono discreto con que todo lo hacías. Con una suerte de emoción intrínseca que, todavía, resuena en algunas almas que no han olvidado tu presencia.
Te gustaba hacer cosas. Levantarte temprano, aligerar las horas, convertir en hazaña cualquier vulgaridad, atemperar el viento o remansar la lluvia, acunar las tormentas debajo de un olivo. Comerte una naranja en medio de la tarde. Avisar con los ojos cualquier amanecer. Sin darle la razón por compromiso a quienes no tenían sino influencias.
Te gustaba el otoño. El decaer de la tarde. El comienzo brillante de las mañanas tibias. El sol sin estridencias. Comprar en los hipermercados un montón de la nada, de cosas que no sirven. Manejar con las manos las plantas y hacer que revivieran. Hacer brillar los ojos de los otros.
/Fotos de William Eggleston/
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