Yo he visto esa mirada

 


Al fin y al cabo, hay momentos en que solo eres un padre o una madre. Por muy humilde que seas, por muy importante que parezcas. Los hijos te ponen los pies en el suelo y la mente en las nubes. La imagen se  hace viral y trae la risa de las niñas, los cuchicheos de los presentes, la sorpresa de algunos, el quisquilloso silencio de los otros. Es un acto oficial muy destacado, la noticia del día. Los unos y los otros contemplan lo que sucede, con una incertidumbre, una duda, una pregunta, como si rodaran una película de suspense, como si algún investigador privado fuera a surgir de entre la niebla de la noche, de entre la claridad del día. No hay caso. Ninguno de ellos puede entender el lazo único que une la mirada con su objeto. El padre mira, con una mirada reconocible y única, la cara de las niñas y escucha sus palabras y sonríe, de esa forma que tú, con total asombro, reconoces. 

Yo he visto esa mirada, piensas. Tantas veces. El padre tenía esa misma mirada cuando llegaban las buenas notas, cuando algo de lo que hacías lo movía a orgullo, cuando el día a día le demostraba que algo estaba haciendo bien contigo. Cuando relataba a los clientes las cosas que lograbas, los escalones que subías. No daba abrazos, no sabía abrazar, no había tenido abrazos en su vida y esa clase de afecto no lo dominaba. 

Pero los ojos se le iban con esa mirada única, inevitable, y lo acompañaba el rictus amable y sencillo de una media sonrisa. Yo he visto esa mirada. Era la misma y era perenne. 

(Foto: Teresa Merino)

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